Una de las sorpresas estrenadas este ejercicio en cines españoles fue la nepalí Kalo Pothi película producida en 2015 pero que aterrizó en nuestras salas con dos años de retraso. Como indicaba en su artículo mi compañero Pablo la principal fuerza de la cinta residía en su carácter exótico, originaria de un país absolutamente desconocido desde el punto de vista cinematográfico. Su principal carencia igualmente estaba unida a ese desconocimiento de un territorio que no frecuenta los papeles ni las imágenes de los noticiarios, a pesar de haber sufrido una cruenta guerra que desangró la nación sita en las orillas del Himalaya desde 1996 hasta el 2006. Conflicto que enfrentó a los rebeldes maoístas con los partidarios de la monarquía absolutista que regentó el país desde casi sus orígenes. Sin esta información previa quizás tanto Kalo Pothi como esta White Sun no se disfruten al cien por cien, aunque para nada esto aparecerá como una piedra en el camino que impida seguir el desarrollo de los relatos con un más que curioso interés.
Partiendo de esta premisa histórica, el cineasta Deepak Rauniyar construyó su segundo largometraje demostrando un oficio fuera de toda duda. Pues White Sun reluce como un film crítico que pone de manifiesto las heridas aún presentes entre los protagonistas que sellaron una paz que para nada se advierte tranquila. Rauniyar muestra a través de una trama que se apoya en la poesía un Nepal beligerante incapaz de dar la mano al enemigo para sellar un perdón imposible de alcanzar. Son demasiados los muertos. Son demasiadas las vejaciones soportadas por una y otra parte. Tantas que incluso dentro de las propias familias florece el odio entre hermanos y primos que optaron por combatir en la trinchera de enfrente.
En este sentido White Sun nos cuenta la historia de un ex-soldado maoísta, que en la actualidad ostenta un importante cargo político en la ciudad, llamado Chandra que arribará a su pueblo natal, perdido entre las montañas del Himalaya, para acudir al entierro de su padre recientemente fallecido de lo que parece un ataque al corazón. Su progenitor era el antiguo alcalde del pueblo y simpatizante del bando monárquico. En su camino hacia su destino Chandra contará como guía con el pequeño vagabundo Badri quien se gana la vida como portador de equipajes de la gente que viene de la capital. Chandra se encontrará con varios frentes a su llegada a la residencia familiar. Por un lado con la mirada de odio de su hermano Suraj, un médico rural que al igual que su familia odia todo lo que desprende olor a rojo. Por otro la ligereza con la que lo recibe su ex-mujer Durga, una joven de carácter recto y espíritu libre que tuvo una hija con un combatiente monárquico durante la ausencia de su cónyuge. El único vínculo que parece ligar a Durga con Chandra será la petición de ésta para que el recién llegado firme la partida de nacimiento de su hija Pooja con el fin de obtener los papeles necesarios para ingresar a su pequeña en un centro educativo, pues sin este requisito ninguna escuela admite en sus aulas a una niña estigmatizada con el signo de la vergüenza.
Tras aclimatarse a duras penas al irrespirable ambiente que emerge en el pueblo, Chandra acordará junto a su familia organizar el entierro del cabeza de la prole quien será izado a hombros de sus dos hijos en una especie de rito procesional ancestral vigente como un uso irrenunciable con el fin de trasladarlo al mar donde será incinerado. Sin embargo los diferentes temperamentos que albergan Chandra y su hermano Suraj inducirán a destruir la procesión fúnebre en medio de las montañas fruto del estallido de una pelea política entre ambos durante el viaje.
Abandonando el lugar en el que ha parado a descansar el cuerpo inerte del fallecido, Chandra acudirá a la comisaría local en busca de ayuda, contando con la compañía de Pooja y Badri. Sin embargo el ex-combatiente será testigo de las profundas diferencias ideológicas que siguen desangrando la nación asiática, observando desde la distancia las escaramuzas de un grupo rebelde comunista que permanece en lucha, así como la corrupción existente en una casta política que una vez en el poder ha olvidado sus ideales para enriquecerse a dos manos tal como venía sucediendo en la cleptocracia administrada por el rey y sus súbditos, es decir, aquello contra lo que Chandra luchó se ha instaurado en las nuevas formas de administrar el país.
El punto fuerte del film es sin duda su revestimiento visual, apoyado en una fotografía impecable y muy elegante pintada con planos de gran gusto pictórico. Se nota que detrás de la cámara se sitúa un fino estilista muy preocupado por engalanar el disfraz exterior de su creación. Ello lo consigue a través de planos reposados y muy depurados. De una exquisitez supina. Asimismo el guión se apoya en varias subtramas de extrema delicadeza, gracias fundamentalmente a la presencia de los dos infantes protagonistas, Pooja y Badri. Ambos huérfanos de padre. En una de las escenas más poderosas del film la fascinación mesiánica que Badri sentía desde el primer momento hacia Chandra será demolida cuando éste descubre que su protector fue un combatiente del bando que asesinó a su familia. Escena de gran poder simbólico rodada en un portentoso plano secuencia cámara al hombro, punto que acrecienta el valor emocional de la misma.
Del mismo modo, los niños se elevarán como el último símbolo de reconciliación posible. Seres no contaminados por el odio y la política. Ingenuos y libres. Carentes de maldad. A diferencia de los mayores, que ni siquiera consiguen alcanzar el consenso para lograr el objetivo común de llevar a un muerto a su lugar de deceso, los jóvenes alcanzan sus propósitos con la simple magia de su mirada. Jugando con el contrario. Inspirando a quienes observan con ojos cargados de rencor. Sin duda la quebrada travesía que soportará el cuerpo del padre desaparecido encierra una afilada metáfora tintada con una feroz denuncia en contra de la sociedad nepalí. El cuerpo toma la forma del Nepal. Un país siempre en disputa. Que no conoce la paz. Incapaz de cerrar acuerdos y de cumplirlos. Martirizado por una población consumida por el rencor. Ante esta situación, Pooja y Badri serán la última esperanza. La última oportunidad para arbitrar una paz robusta y estable. El tiempo de la tolerancia en lugar de el del resentimiento.
Con mucha desenvoltura y no haciendo ascos a emplear un inteligente humor que fluye por corrientes propias a la transgresión, Deepak Rauniyar supo sacar adelante un producto muy bien resuelto que se observa con sumo interés. Una buena película que no solo conquista merced a su soberbia estampa formal que para nada tiene que envidiar a la de las obras mayores del cine de arte y ensayo europeo (y claro igualmente gracias a su tonalidad exótica), sino que triunfa del mismo modo por su valiente alegato en favor del perdón y de la necesidad del buen entendimiento de los pueblos.
Todo modo de amor al cine.