Tras ser desterrado de Hollywood después de culminar una obra maestra incontestable como Sed de mal la carrera cinematográfica del maestro Orson Welles desembocó en una auténtica odisea más propia de un trotamundos que de un acomodado director de cine. Durante los años sesenta se asentó en Europa, tanto en Francia, Suiza como en España donde se infiltró en el mundillo de la farándula. Fue la década de El proceso, una cinta tan fascinante como incomprendida por el público. Orson se granjeó la fama de cineasta difícil y alérgico al éxito de taquilla, reputación que le acompañó desde su debut con Ciudadano Kane. Tuvo que buscarse las habichuelas trabajando como actor en multitud de subproductos y también en otros de gran calidad, para de vez en cuando matar el gusanillo de situarse detrás de las cámaras, hecho que logró alcanzar con la espléndida Campanadas a medianoche. Sin embargo tuvieron que pasar tres años desde esta última incursión en el largometraje para que al autor de El extranjero se le presentase de nuevo un proyecto interesante que acometer. Se trataba en un principio de un mediometraje destinado a ser exhibido en la televisión francesa. Si bien dada la calidad del mismo terminaría siendo mostrado en salas cinematográficas en una versión remontada que contaba con una hora exacta de metraje.
El material no podía ser más atractivo. Una historia ambientada en el siglo XIX, con ciertas reminiscencias góticas. En el enigmático Macao, colonia portuguesa. Basado en un relato de la literata danesa Karen Blixen. Y por primera vez se advenía la posibilidad de experimentar con un sustrato aún desconocido para Orson. El color. Pues Una historia inmortal fue la primera incursión del maestro en la fotografía en color. Algo que parecía ajeno a un autor que supo tantear las ventajas axiomáticas inherentes a los encuadres bicolores. Perfecta plataforma para inyectar esos planos imposibles tomados en oblicuo que deformaban los rincones y profundidades de sus portentosas escenas. Para moldear su rimbombante puesta en escena siempre ornamentada con vertiginosos puntos de vista. Asimismo con su foto filmada a ras de suelo. O con esos primerísimos planos desquiciados de antología. Todo ello ligado a su poder engatusador. Pues Welles fue ante todo un falsificador de realidades al que le gustaba combinar ambos lados del espectro: la realidad y su reflejo. Explotando esa premisa basada en centrar el protagonismo en personajes cuya identidad no estaba clara deambulando por terrenos quebrados en los que la esquizofrenia y la locura estaban a la orden del día, cuando no directamente ocultaban su verdadera tez bajo nombres inventados.
Y el resultado obtenido no pudo ser más satisfactorio. Puesto que a pesar de su tono ciertamente menor dentro de una filmografía tan poderosa como la cincelada por Welles, Una historia inmortal no desentona para nada adquiriendo cotas de gran cine. De ese cine que solo está al alcance de los genios tocados por la varita mágica del séptimo arte. Como en las grandes obras de Orson la película se sustenta en una narración con voz en off que empapará la atmósfera del film con ese estilo propio de los cuentos góticos cubiertos de brumas y aires oníricos que tiznan el relato con el imaginario literario. Porque Una historia inmortal se eleva fundamentalmente como un cuento. Una trama de cajas chinas donde nada es lo que parece. Donde la fantasía conquista la realidad. Repleta de lirismo y poesía. Una oda a la imaginación que juega con el espectador una peligrosa partida de ajedrez, alumbrando un espacio alucinante y cerrado. Asfixiante si se quiere. Morado por tan solo cuatro personajes que se bastarán y sobrarán para llevar sobre sus hombros el peso de la acción. Una acción que no será trepidante ni vehemente. Resultará por contra sosegada, tranquila, y por eso inquietante y perturbadora.
La cinta arranca con una voz en off que nos informará de los derroteros que tomará la trama. Avisándonos de que nos hallamos en el Macao del siglo XIX. Una colonia dominada por el poderoso Charles Clay (Orson Welles), un adinerado y solitario comerciante que vive en una apartada mansión con la única compañía de su mayordomo Levinsky. Clay aglomerará las miradas de los habitantes de la ciudad pues todas las mañanas atraviesa la plaza y principales avenidas viajando en un lujoso carruaje tirado por un robusto caballo. Desatando así las habladurías de los vecinos, uno de los cuales (interpretado por nuestro Fernando Rey) nos indicará que Clay arruinó a su socio Louis Ducrot desahuciándolo de su casa y propiedades evitando que Ducrot abriera una nueva empresa sin la participación de Clay por una deuda de 300 guineas, lo cual conllevó a que Ducrot cometiera suicidio dejando huérfana a su bella hija, quien parece huyó en compañía de un marinero.
La existencia de Clay pasará lentamente. Retirado de las finanzas. Escuchando a su sirviente leer libros de cuentas, pero también otros más trascendentales que parecen no interesar al práctico y huraño empresario. Clay se revelará como un hombre pragmático poco dado a creer en mitos y leyendas. Sin embargo parece que un cuento le obsesiona particularmente. Aquél que escuchó a un marinero a la edad de 18 años cuando peregrinaba hacia Macao. Una fábula que todos los que han realizado una travesía en barco han conocido. La fantasía de todos los marineros. De cualquier parte del mundo. De todas las embarcaciones. ¿Cuál puede ser atendiendo a la soledad y ausencia de contacto femenino presente en alta mar? Aquella en la que el marinero tras tomar tierra fue contratado por un hombre rico, viejo y altivo para que a cambio de cinco guineas se acostara con su mujer, una dama joven pero incapaz de darle un descendiente. La misma sinopsis que contaron a Levinsky cuando éste era un simple grumete en una goleta.
Empecinado en llevar a cabo la irrealidad, Clay encargará a su asistente que contrate los servicios de una mujer para realizar el papel de la mujer del viejo magnate de la historia. Rol que él mismo se encargará de ejecutar. De este modo Levinsky acordará con la hermosa y ermitaña Virginie (Jeanne Moreau) la interpretación de la representación de la esposa. Sin embargo un hecho del pasado marcará la hoja de ruta. Pues Virginie se asomará en realidad como la hija de Ducrot, el antiguo socio que Clay llevó a la ruina. Por tanto ella aceptará el encargo a cambio de las 300 guineas causa del martirio de su progenitor. Y para poner el broche de oro al teatrillo, Clay elegirá en los muelles de la ciudad a un desharrapado marinero de 17 años llamado Paul. Un casi adolescente huérfano de familia que fue el único sobreviviente del naufragio de su barco, habitando una isla desierta de compañía hasta que fue rescatado por una fragata que lo atisbó.
Poniendo en práctica todas sus argucias y artimañas para embaucar a Paul, Clay patrocinará una función de teatro protagonizada por dos víctimas inocentes que por obra y gracia de una especie de Dios autoritario llevarán a cabo la leyenda disfrutando de una noche de amor y pasión ante la mirada espía de un Clay quien hará realidad su sueño de juventud abriéndose camino como un creador omnipresente y desatado imposible de someter a ningún tipo de control.
Transmutando la plaza y calles de Chinchón en el fascinante Macao del siglo XIX, Orson Welles ofreció un recital narrativo de primer orden haciendo gala de esa puesta en escena puramente Wellesiana brindando un auténtico espectáculo merced a unos impactantes encuadres. La arquitectura escenográfica del film es insuperable. Todo estuvo cuidado y mimado hasta el más mínimo detalle. Welles no dejó nada a la zaga ni a la improvisación, midiendo el tempo y la forma de sus cuadros. Sabiendo aprovechar la excelencia de la gama cromática que perfiló al film como una especie de cómic donde realidad y ficción se abrazan uniendo en una sola dimensión las dos perspectivas sombreadas por el propio cuento que teje el desarrollo de la historia. La cinta respira ese arte de Welles apoyado en personajes heridos por su pasado que disfrazan su esencia. Mezclando con mucho acierto dos entes que obnubilaban al maestro: la fina línea que separa la verdad de la mentira. Clay aspira el temperamento del maestro. Un seductor que confunde al adversario con un simple chasquido de los dedos. Un ser solitario cuya existencia se reduce a arrastrar a los demás a su círculo de apariencias.
Desde el punto de vista formal la cinta contiene todos los tics inherentes al lenguaje de Welles. Escenas no demasiado largas y muy teatrales, perfectas pues para el lucimiento de los actores. Predilección por espacios cerrados y atmósferas opresoras, no exentas de esa hondura con la que solía regar sus creaciones el maestro. Así como un capítulo para el recuerdo. La escena de cama trazada a través de unos impactantes angulares. Muy cortantes. Casi calcada a la famosa escena de la ducha de Psicosis. Insinuante como pocas. Donde se cree ver lo que realmente no se ve. Sensual y elegante. Todo ello regado por la partitura de Erik Satie. Sin duda el complemento perfecto para implantar esa tendencia crepuscular en una película en principio pequeña, pero gigantesca en su universalidad.
Todo modo de amor al cine.