Tomasz Wasilewski se apoya en el recuerdo para representar, por medio de una serie de historias cruzadas protagonizadas por mujeres, esa resaca dominguera polaca de inicio de los años 90 en la que todavía no es el lunes de la integración en la Europa del Orden, la Luz, el Progreso y la Armonía (je je), pero el efecto yuppi de las pastillacas del delirio comunista ya se está bajando. Es así que este director joven con cara de carrera de ciencias puras deja que uno de sus personajes se tire de su cama, desnudo, para que vomite, para que se deje caer en ese terrible bache mientras espera: «¿cuánto gasté? ¿No me acosté con un compi aquí en la cama? ¡Ayer todo fue dolor y mañana todo me da pereza!», piensas que ella piensa. Y todo para que tú sientas el derrumbe, ese desplome que posee el regusto de la decadencia de los grandes Imperios, de los grandes Relatos: «¡Pero mira qué ruinas!», dices de ellos hoy y sabes que mañana dirán de nosotros. Pero es atendiendo a este desde hoy que mira hacia el ayer, entre la nostalgia y el odio, que Wasilewski utiliza, recurriendo Oleg Mutu como director de fotografía, ese azul desgastado que suena a voz de Victoria Legrand y que huele a tristeza, y todo para dejar que los cuerpos se muevan por ahí, penosos y cansados, recurriendo a esa resistencia que supone el amor en su búsqueda, la obsesión de ser uno con el otro para amortiguar la caída que se sabe —y sus personajes también lo saben— inevitable.
Es en este sentido que Wasilewski no tiene reparos en reproducir la parte desagradable de ese “tiempo entre” participación de la cosmovisión que declina y participación de la perspectiva que se queda para crecer antes de que otra —o ella por su propia naturaleza, quedando sin relevo— la haga trizas, una parte que dentro de lo que acontece en la pantalla puede ser reducido a dos elementos simples: conciencia de desprendimiento, de ser fragmento; y una acción basada en el transitar desesperado por las calles y los portales a ver si fuerzo la unión, elementos ambos que se rigen por un movimiento circular y vicioso, quedando patente en esa imagen –particular aquí, pero que responde a una sensación general y puramente humana— del instante, aunque casi imperceptible, de desapego que se da entre los recién follaos1 —unidos hace un segundo, separados ahora momentáneamente para volver a comenzar el proceso: agrado y desagrado de los cuerpos como motor y explicación de toda relación—. Es decir, que el director de Rascacielos flotantes no habla en este Estados Unidos del amor sino de principio de individuación y la resistencia que se le opone por nuestra parte, bien sea en el nivel evidente del aislacionismo de los personajes y su lucha por romper esas paredes, bien sea en ese trasfondo contextual en el que los restos geográficos que han vivido en un régimen comunista que ahora se resquebraja tienden a unificarse con otras partes. ¿Qué son esos edificios de pisos apiñados —en los que a la mayoría nos han parido— que dejan respirar la narración sino el artificio más representativo de esa oposición a la multiplicidad? Que somos las lágrimas de Prometeo, venimos de un único rostro pero hacia muchos lados vamos, sueltos y solos. Solo queda esperar cruzarse en la bajada.
1– Y quién va a hablar de este distanciamiento natural del otro cuerpo tras la eyaculación mejor que nadie sino Foster Wallace por medio de su humor: «Lo estoy haciendo con alguna chica, no importa con quién. Es cuando empiezo a correrme. Entonces me pasa. No soy demócrata. Ni siquiera voto (…) Pero cuando empiezo a correrme y me pongo a gritar, lo que digo no es insultante ni obsceno (…) Me sale igual que le sale a uno el semen, produce la misma sensación. No sé por qué me pasa y no puedo evitarlo. ‹¡Victoria para las fuerzas de la libertad democrática!›. Pero mucho más fuerte.» FOSTER WALLACE, D., Entrevistas breves con hombres repulsivos, Contemporánea, Barcelona, 2014, pp. 30-31.