Como hace pocos días pasé por delante de Sitges con el tren, parece totalmente lícito que mi cabeza viaje también hasta allí, y recurro al pueblo, más que como lugar físico, como un estanque de recuerdos donde flota una de las catástrofes destructivas de la malograda Seul, representadas esta última edición del Festival en numerosas películas. En esta ocasión un ‹kaiju›, una mujer rodeada de egos varios, una película de Vigalondo llamada Colossal.
Conociendo Colossal simplemente como idea, la de una persona que aquí rasca los problemas que se suceden por su cabeza fragmentada por líquidos dulzones y un gran monstruo rasca a un mismo tiempo en un punto totalmente opuesto su también gran cabeza sin contemplar a una masa asustadiza, podemos imaginar que nos encontramos ante una genialidad. Ya no podré mirar a Lucía —personaje real que no debe conocer la existencia de Vigalondo— con los mismos ojos cuando esté rascando su cabeza mientras piensa absorta en algo de vital importancia. Ahora ella es el punto de partida de algún efecto mariposa destructivo.
Pero Colossal es una idea que evoluciona en muy distintas direcciones, dejando huellas un tanto particulares, que irremediablemente se topan con el espectador, siempre tan suyo para calificar la maestría o simpleza de lo que tiene delante. Esta frase tan ambigua viene de la mano de una película en la que encuentro muchos temas puntuales sobre los que arrojar la queja aunque el conjunto, el recuerdo pasajero, sea más liviano y disfrutable de lo que puedo expresar.
Así que parto de una realidad: Colossal me gusta, es entretenida, une géneros totalmente ajenos sin que encontremos las costuras (un drama indie, una comedia romántica, ciencia-ficción, personajes de la imaginería japonesa); se ríe de sus propios chistes, haciendo referencia al humor de aquí y de allí; tiene un reparto de esos que sabes que no van a fallarte fácilmente y se arriesga mostrando la personalidad del creador de la historia, sin miedo a los que se van a posicionar enfrente del film. Y llega el momento en que todo se pone serio.
Pero también me voy al otro extremo, porque me desconcierta esa necesidad de crear a una Gloria que sintamos como propia, tanto en su etapa inicial como desastre humano, como borracha divertida o mujer capaz de superar sus propios obstáculos. Y me desconcierta porque para ello todos los hombres que se mueven a su alrededor son unos patanes a cualquier hora del día de un modo tan innecesario que casi asusta. Esto de separar la disparidad de personajes por géneros y no por «unidades» hace más difícil comulgar con sus enfrentamientos. La intriga me llega por la obligación de esconder la cara de Anne Hathaway en una masa de pelo más propia del personaje de La familia Adams. Gloria se avergüenza, pero tampoco parece ir con ella lo de ocultar esos desastrosos intentos de vivir —sí, quería alargar la mano y apartárselo un poco como si fuera su abuela—. Me encantan los robots, y eso me hace posicionarme en contra de Oscar, porque el personaje de Jason Sudeikis será indispensable para Colossal, ¿pero también lo era que yo me lo encontrara? No me ha dado por juzgar su comportamiento, o su utilidad en el film, es ese deje infantil de rabieta que traslada a Colossal a un punto de giros involuntarios que me lleva a mi primera observación: diferenciar entre géneros no era necesario por mucho que la idea sea la de enfrentar alter egos.
Estas variadas realidades conviven con mis quejas y llego a una conclusión donde yo siempre me lo paso bien con una película de Nacho Vigalondo —si repito no hay distorsión del recuerdo, si recuerdo no hay pérdida de consistencia—, así que si Gloria se rasca la cabeza yo espero aniquilaciones y si decide sorprendernos con unos pasos de baile o ¿madurar? yo espero revoluciones, que materializar problemas en bichos tan grandes siempre será para aplaudir y dar saltitos. Y por si lo dudáis Lucía, ajena a todo esto, debe estar rascándose su propia cabeza en este preciso momento.