Soldados y cine de terror no es que resulte una combinación precisamente novedosa. De hecho, estos últimos años se ha nutrido de esa curiosa mezcla un buen puñado de films entre los que destacan especialmente esa El búnker que protagonizó Jason Flemyng en 2001, a la que siguió una suerte de fallido remake que llevaba como título Deathwatch, e incluso alguna incursión oriental de la mano del cineasta Kong Su-chang y la atmosférica R-Point, de la que dirigiría una secuela cuatro años después, GP506: The Guard Post.
Curiosamente, el debut de Jaime Osorio Márquez en largo se asemeja más al trabajo que realizó el coreano en 2004 que a las incursiones orientales por esa búsqueda constante de una atmósfera y un tono que definan la propuesta, y es que si bien en El búnker de Rob Green ese factor quedaba también suficientemente definido, el cineasta anglosajón tenía otros mecanismos a su servicio que le permitían no tener que fijar tanto las miras en una herramienta que bien puede dar al traste con las posibilidades de la propuesta en caso de no funcionar debidamente.
La cinta arranca con un sueño que parece reproducir repetidamente en la mente del protagonista, uno de los soldados llamado Ponce, el recuerdo de un pasado no muy lejano. Así es como damos los primeros pasos en un film que sitúa a nueve soldados en un páramo donde se halla una base militar con la que se ha perdido todo contacto y en la que se adentrarán casi inesperadamente cuando uno de ellos, Arango, decida adentrarse (no sin motivo, que como es obvio el espectador descubrirá más adelante) desobedeciendo una orden directa en el interior de la misma.
A partir de ese instante, se iniciarán las conjeturas del respetable por saber a que deberán enfrentarse esos nueve soldados, y aunque Osorio Márquez arroja pistas clarificadoras el proceso en el que se van desgranando juega de interesante modo con la ambigüedad de las mismas para que el público no llegue a conclusiones precipitadamente acerca del propio destino al que les llevará El páramo. De ese modo, tanto antiguas rencillas que se deducen de algún que otro pequeño diálogo, la acertada aparición de una superviviente en esa base o el descubrimiento de un diario escrito por los anteriores inquilinos de esa base, se presentan como pilares de un relato que quizá termina resultando menos inquietante de lo que debería.
Esa inquietud no la consigue reflejar del todo el cineasta colombiano en una atmósfera que se manifiesta principalmente gracias a unos cimientos formados por esa omnipresente y bien empleada banda sonora (pese a sonar en casi todo momento, ni redunda, ni juega de modo inane con el sonido), así como a una fotografía que procede a ambientar ese espacio con las suficientes dotes como para lograr una constante sensación de intranquilidad. Su principal problema, no obstante, es que no se consigue dar continuidad a uno de esos factores que se perfilan con importancia incluso por encima del propio relato en ocasiones.
Por otro lado, tampoco ayuda el hecho de desperdiciar bazas como la de esa superviviente, que entre el misterio en el que se sucede la aparición y la maña del realizador acercándonos a ella (esos juegos con el foco y la iluminación están muy bien trazados), consigue ser uno de los principales logros de la cinta en apenas tres manifestaciones. Sin embargo, los derroteros por los que se mueve El páramo son bien distintos y nos llevan al ya previsible juego psicológico entre los diversos personajes que pueblan la obra.
En ese enfrentamiento, sorprende que las relaciones de dominancia se mantengan prácticamente intactas hasta sus últimos compases y que lo único que parece enardecer el ambiente es alguna que otra minúscula disputa entre soldados que apenas va a más. Como era de esperar, el momento en que todo comienza a desmadrarse llega, y aunque en ese sentido alguno de los intérpretes demuestra sus más que patentes limitaciones, la fluidez en ese reflejo de causa-consecuencia que logra Osorio Márquez y que se contrapone a un ritmo más denso que es el que domina el resto del film, logra que nos olvidemos de esos pequeños defectos.
El páramo se confirma pues como uno de esos títulos que juegan en el defenestrado terreno del terror psicológico para introducirnos en una historia de redención que, pese a llevarnos por terrenos de lo más previsibles en más de una ocasión, sabe jugar con sus contadas bazas y demostrar que el cine latinoamericano de terror puede ir más allá del calco que demostraron otros cineastas que no parecían tener ni una cuarta parte del talento que demuestra este debutante tanto en esa sólida dirección como en una incorruptible declaración de intenciones que nos llevará a una conclusión mejorable, pero al fin y al cabo imaginable, más conociendo el terreno en el que se enmarca esta interesante y particular propuesta.
Larga vida a la nueva carne.