Sin ser tan conocido a nivel popular como sus compañeros de generación Abbas Kiarostami o Mohsen Makhmalbaf, merece la pena rescatar y reivindicar una figura tan importante como la de Dariush Mehrjui, sin duda uno de los padres de la nueva ola del cine iraní de los 70 (suya es la obra germen del movimiento, la indispensable La vaca). Como casi todos los autores de aquella dinastía, Mehrjui inició su relación de amor eterno al cine gracias al neorrealismo italiano inspirado por el enamoramiento instantáneo que sintió al contemplar por primera vez Ladrón de bicicletas de Vittorio De Sica. Este hecho le llevó a trasladarse a los EEUU donde estudió cine en la Universidad de California. Allí conoció a Jean Renoir, que fue uno de sus profesores, autor que acabaría influyendo en la forma de observar el mundo que conquistaría la mirada del cineasta persa. Sin embargo la experiencia final universitaria no fue del todo satisfactoria, pues Mehrjui no se sintió del todo a gusto con la forma de impartir cátedra por parte de los profesores, más interesados en resaltar los aspectos técnicos que los intimistas ligados al cine.
De regreso en su país natal, pronto Mehrjui sentaría dogma en el mundillo cinematográfico. Sus obras eran fácilmente reconocibles. De fuerte inspiración filosófica, siempre optando por narrar a través de símbolos y metáforas con un cierto empleo de elementos nostálgicos, el cine de Mehrjui conjuga el estudio psicológico de sus personajes atrapados en una espiral que escapa a su control, centrándose en los problemas de la burguesía y de la clase media en una atmósfera predominantemente urbana. Mostrando la esquizofrenia existente en un país donde la religión controla todos y cada uno de los engranajes sociales en medio de una sociedad culta e intelectual que se plantea el porqué de las cosas, exhibiendo de este modo el absurdo de muchas situaciones lo cual ha sido aprovechado para tejer estupendas comedias negras como la sin igual Mehman-e maman. Prestando también atención al universo femenino, siendo especialmente relevantes sus cintas Leila y Baanoo que hilan un clarividente espacio a través del cual detectar las cuerdas que atan la libertad de las mujeres en una sociedad patriarcal que obliga a éstas a arrodillarse ante el influjo de las tradiciones aceptadas por parte de la mayoría bajo penas de ser rechazadas socialmente en caso de rebelarse contra lo establecido.
Gran admirador de Satyajit Ray, para mí es un honor rescatar una película tan especial y magistral como El peral. En mi opinión nos encontramos ante una de las mayores obras maestras del cine iraní de todos los tiempos alzándose asimismo como la mejor película de Mehrjui. Resulta imposible encontrar un pero a una cinta tan relevante, tan perfecta, tan segura de sí misma, tan consciente de lo imperial de sus resultados finales. La misma se aúpa como una obra mayor, plena de madurez y sabiduría, filmada en la etapa de reconocimiento de un Mehrjui que aprovechó la popularidad alcanzada por el cine iraní en los años noventa para verter toda su instrucción en una película hipnótica y fascinante.
Todo en ella es inapelable. Su refinada construcción escénica apoyada en unos planos reposados, calmados, cargados de quietud y reflexión. Hermosos y bellos. Nunca el cielo y los campos de Irán ha sido tan espectacularmente bonitos como los captados por el fotógrafo Mahmoud Kalari. Pero también la intimidad reflejada en la mirada cansada y hastiada del protagonista, un escritor al que la falta de inspiración le acecha de igual modo que la falta de ganas de vivir. Esos ojos tristes y melancólicos que explotan bajo el perfil del estupendo Homayoun Ershadi quien teje uno de esos papeles inolvidables con el simple recurso de sus gestos y su voz en off que acabará convirtiéndose en el auténtico narrador del film.
El peral se eleva como una obra de marcado contenido autobiográfico. Está claro que Mehrjui decidió infundir ciertos aspectos de su vida pasada en un guión de ficción ideado para establecer un relato nostálgico y nada complaciente del Irán de los viejos tiempos, del Irán de su juventud. A ello ayuda la narración en flashback y con voz en off del protagonista de los hechos pretéritos que marcaron el fin de su infancia, la muerte de la inocencia. Así, la cinta arranca mostrando a un afligido escritor llamado Mahmoud que ha decidido retornar a la casa de campo que fue su residencia durante su adolescencia en busca de esa ansiada inspiración que parece haberle abandonado. Incapaz de escribir una sola página con la que comenzar su nueva aventura literaria, su ambicionada soledad será perturbada por la aparición de dos viejos jardineros (viejos conocidos de su juventud cuyo rostro ha sido conquistado por las arrugas y los efectos del paso del tiempo) que llamarán la atención de su protector ante la aparente muerte del peral que reluce en medio del jardín de la residencia campestre. Un peral que conoció mejores tiempos, con grandiosas producciones del rico fruto que nacía de entre sus ramas y que repentinamente ha parado de brotar, y que también sirvió de cobijo al joven escritor cuando no era más que un pequeño mico sin más ambiciones que conquistar el corazón de su prima M (interpretada en un papel memorable por una jovencísima Golshifteh Farahani quien borda un rol para nada fácil con un carisma innato y rebelde).
Las paranoias y relatos narrados por los dos viejos jardineros despertarán los recuerdos de Mahmoud, evocando los tiempos de su niñez. De esos veranos que pasaban despacio, con lentitud, en compañía de su madre y sus tías. Y de su prima M, una soñadora muchacha que aspiraba a ser poetisa y actriz. Una artista libre e insurrecta que hizo nacer las ganas de convertirse en poeta de un Mahmoud totalmente fascinado por el vigor, la fuerza y la belleza natural de su pariente y compañera a quien declarará su amor incondicional a pesar de los obstáculos tanto familiares como espaciales que surgirán en el camino. Pues M, muy influenciada por la lejanía de un padre de ideología comunista exiliado en París por haberse sublevado contra las tropelías del Régimen del Shá, emergerá como un espíritu libre y libertario, amamantado en el ejercicio del arte como evasión de los problemas que conlleva la madurez y por tanto un monumento inspirador no solo de amor sino de rabia y deseos de independencia. Un libre albedrío que caminará en paralelo con la infancia. Pero el amor y la autonomía son elementos no compatibles con el crecimiento. La marcha de M supondrá así un duro golpe para las ensoñaciones de Mahmoud que poco a poco irá olvidando ese amor de hojas imperecederas, como las del peral de su hogar, que acabarán pereciendo en un mar de caos, de luchas políticas, de prisión a la que arribará por la traición de sus camaradas comunistas, y de soledad. El soliloquio de un artista para el que el mundo ha mutado en un espacio infinito y oscuro que le ha llevado a plantearse el sentido de su propia existencia y de su arte como deserción de las trivialidades que ahogan la vida cotidiana con esa monotonía imposible de aceptar.
En este sentido El peral surge como un compendio intimista de potentes resultados. Una joya del cine persa que sabe compartir sensaciones universales e impactantes. Se nota la influencia de Satyajit Ray y también de Vittorio De Sica, siendo El jardín de los Finzi-Contini la obra de referencia que quizás tuvo en mente Mehrjui a la hora de trazar el espléndido guión de su cinta maestra. Pues en El peral igualmente encontramos ese esbozo de la feliz burguesía iraní previa al estallido de la Revolución de los Ayatolá. Una burguesía libertina enclaustrada gracias al alejamiento que supone vivir en las afueras protegida por la valla que delimita la propiedad de su residencia, sin apenas contacto con el mundo exterior y encerrada por tanto en un mundo de fantasía e irrealidad restringido a esas pequeñas cosas que hacen feliz al ser humano. Un universo propicio para el ejercicio del arte, para volar sin tren de aterrizaje y sin pensar en las penurias que acechan más allá de las murallas de su estirpe.
Un paraíso perfectamente fotografiado por Mehrjui. Inolvidables resultan esas tomas largas que captan el esplendor de la residencia, aún no contaminada por la decadencia que vendrá en el futuro. De este modo podríamos separar por la mitad el envoltorio visual del film. Por un lado los colores fríos, especialmente los azules, y esa atmósfera crepuscular que huele a muerte y destrucción, la fisonomía deprimente del rostro del protagonista, los paseos sin más compañía que su sombra y personajes irreales que aparecen de la nada serán los predominantes en el vector presente liderado por la estancia del escritor derrotado en su vieja casa de campo. Ello contrasta con los colores cálidos, con predominancia del rojo tierra y el amarillo vivaz, del segmento de juventud que descansa sobre los recuerdos del protagonista. Todo ello ornamentado con unos espectaculares planos exteriores en los que no parece existir ningún barrote ni cárcel que impida el movimiento de Mahmoud y su prima M. Donde asistiremos al nacimiento del amor adolescente, ese amor para el que no existe explicación, el amor verdadero, el amor que marca para siempre. Narrado con una ternura indescriptible gracias a la mirada y desenvoltura de una Golshifteh Farahani que enamora con su lozanía y falta de decoro. En este segmento asistiremos a algunas de las secuencias más bonitas y sensuales de la historia del cine iraní. Imposible no derretirse ante la escena en la que un avergonzado Mahmoud dormirá al lado de su prima M. Ella completamente sumergida en un profundo sueño. Él despierto pero andando por otro mundo. El universo del deseo, de las miradas ardientes a esos labios mojados y esa cara sudada reflejada en primer plano. De esos ojos curiosos y espías que observan sin pedir permiso a su interlocutora. Sin duda una escena para el recuerdo por lo hermosa y consecuente que aparece. Pero también no puedo dejar de reseñar las fantásticas secuencias rodadas bajo la sombra del peral que titula la cinta en la que los dos adolescentes serán conscientes de su atracción, estableciendo un juego de seducción ciertamente bello. Y también esas travesuras de infancia, como el robo del uniforme militar del tío militar venido a menos o esas obras de teatro cultivadas a lomos del paciente burro propiedad del jardinero. O esas declaraciones de amor no pensadas, sino emanadas del corazón sincero.
Todos estos ingredientes convierten a El peral en una obra que atrapa y hechiza. Una obra maestra que opta por los caminos de la melancolía y el vacío existencial para construir una pieza que mezcla con mucho talento y acierto un retrato generacional de la vieja burguesía intelectual persa que terminaría extinguiéndose, con una hermosa reflexión del significado de la vida y el paso del tiempo marcado por un presente en el que la intelectualidad estaba igualmente a punto de evaporarse en medio de un mundo más preocupado por fortalecer la opresión que por dejar expandir la libertad de pensamiento. Y todo ello sustentado en el amor como principal metáfora. Pues sin amor no puede existir libertad ni felicidad. Un amor que explota en nuestra infancia, cuando no somos conscientes de las cosas ni somos presos de responsabilidades. Un amor extinto al crecer, que naufraga entre arrugas y recelos. Cuya aura se asfixia ante la opresión. Y es que sin amor no somos nada.
Todo modo de amor al cine.