Es difícil describir los encantos de un trabajo en donde todo fluye con absoluta naturalidad. Es algo parecido a describir las cualidades de un edificio cuya uniformidad se debe a la ubicación de cada pieza, pero cuya belleza está en el todo. Sin embargo, algo hace que la trágica historia de Jean Claude-Romand parezca un hecho banal cuando la narra Eduard Cortés (La vida de nadie, 2002), una reflexión existencialista a manos de Laurent Cantet (El empleo del tiempo, 2001) y un relato escalofriantemente bello cuando Nicole Garcia conduce al oyente. Un relato que, además, resulta endiabladamente interesante a pesar de contar con un protagonista abiertamente despreciable. Que está dotado de una construcción narrativa absolutamente anti-convencional pero que aún así se entiende a la perfección. Y que describe situaciones normalmente inverosímiles (dejando a un lado el que se trate de un hecho real) de tal modo que resultan terroríficamente creíbles. Algo que probablemente se deba más a las formas que al fondo.
Garcia no se deja seducir por ningún modelo narrativo. De hecho, su forma de narrar es muy parecida a la toma de conciencia de una situación cotidiana: uno va atando cabos poco a poco, observando los hechos y sacando sus propias conclusiones. La directora no ofrece ninguna explicación al espectador; solo plasma unos sucesos que éste va entendiendo poco a poco. Tomemos la primera secuencia como ejemplo. Jean-Marc (personaje inspirado en Jean Claude-Romand) se despide de su familia por la mañana y parte hacia el edificio en donde, suponemos, trabaja. Una vez allí, se dirige al bar del centro y pide un menú. No sale del comedor en todo el día. Al atardecer, regresa a su casa y cena junto a su familia. Normalmente, en una secuencia como esta se esperaría que la mujer preguntara algo como «¿qué tal tu día de trabajo?», a lo que él respondería con una mentira, gracias a la cual entenderíamos que Jean-Marc tiene una doble vida. Sin embargo, nada de eso ocurre. Padre, mujer e hijos cenan sin mencionar nada relacionado con lo que el espectador ha visto.
La directora obvia tan manido recurso y confía en que sea el propio espectador quien, a través de la reiteración, comprenda lo que sucede. Tampoco da ninguna explicación respecto al comportamiento de su protagonista. Sin justificación ni condena, Garcia sigue los pasos de un personaje oscuro a la vez que brutalmente humano. Compartimos sus mentiras, vivimos su doble vida, nos convertimos en cómplices de su silencio y llegamos incluso a compadecer su angustia. Presenciamos una conducta enfermiza que se esparce por todo el entorno de Jean-Marc y tiñe de negro el envoltorio del film, sin necesidad de claroscuros ni música deprimente (a excepción, claro está, de su inicio y desenlace, momentos que remiten al fin de un descenso al infierno que ya no tiene vuelta atrás). Sin darnos cuenta, un personaje que apenas conocemos, y cuya única información que poseemos nos invita a odiarlo, va adquiriendo interés y profundidad. Lo mismo pasa con la película que, por más que sea sombría, contiene un halo de veracidad poética que la hace inquietantemente bella.
Hablamos, por lo tanto, de dos aspectos gracias a los cuales la película adquiere un tono claramente realista a la vez que cinematográfico. Uno, esta forma de reconstruir los hechos sin concesiones, logrando que el espectador sienta que la película no le está contando nada, sino que es él mismo quien, al prestar atención, toma conciencia de un suceso. Otra, la proximidad hacia el personaje principal, quien libre de todo juicio, actúa salvajemente sin sentir encima suyo la presión de ninguna mirada sentenciadora. Dos aspectos que dotan la película que nos ocupa de una frialdad escalofriante y, al mismo tiempo, de una identificación hacia el protagonista mucho más profunda de lo que cabría esperar. Esto es lo que convierte El adversario en un trabajo mucho más conmovedor e impresionante que las otras dos reflexiones cinematográficas sobre tan triste suceso. Y esto es lo que lo convierte en un relato terroríficamente bello.