City of the Sun es una de esas películas que van recorriendo el circuito internacional de festivales dejando buen sabor de boca, pero que rara vez consigue una distribución mínimamente aceptable o una resonancia acorde en la crítica de cine no especializada. Ganadora en la última edición del DocumentaMadrid al mejor largometraje, el proyecto del georgiano Rati Oneli es un fascinante retrato de un lugar, Chiatura, de un tiempo muerto que aún habita en el espacio de unas personas que se resisten a desaparecer.
Las increíbles imágenes de City of the Sun nos presentan la típica ciudad industrial soviética convertida en un cementerio de grandes estructuras por donde se cuela la naturaleza, mientras sus habitantes siguen realizando sus quehaceres diarios entre los ecos de un pasado ya extinto y un presente lleno de resistencia por no desaparecer. El documental se abre con unas impresionantes vistas áreas de la zona, entre montes, rodeado de naturaleza y enormes construcciones abandonadas por donde cruza un río y a su lado, unas vías de tren.
A continuación descubrimos la vida cotidiana de 4 personajes. Seguimos a un minero cuya pasión es participar en el teatro local, un profesor de música que en sus ratos libres se dedica a demoler las estructuras abandonadas como método para aumentar sus ingresos, y a dos jóvenes deportistas de élite que practican deporte por las ruinas de la ciudad. Todo ello ante la presencia de una ciudad que adquiere un protagonismo central, presentada como un gigante protector de la ciudad dormida, por donde la vida discurre en un tiempo detenido hasta que vuelva a despertar.
Hay algo fascinante en la mirada del director que convierte City of the Sun en una de las grandes experiencias cinematográficas del año. Esa ciudad, antaño uno de los grandes núcleos industriales soviéticos, adquiere un aire a película de ciencia ficción apocalíptica. Pero no es un organismo muerto. No es Chernobyl. La vida sigue discurriendo en ella. Sí, es cierto, la ciudad industrial, la orgullosa tecnología soviética, ha sido vencida por una naturaleza que poco a poco invade la zona. Pero no es una mirada fascinada por el abandono humano, ni estamos ante una de esas noticias de ’10 lugares abandonados fascinantes’ que tanto furor causan. Los personajes acometen sus rutinas diarias envueltos y no dejan vencerse por un un estado mental de nostalgia que flota en el ambiente, la música adquiere una importancia capital en el relato, como gritando que aún están vivos. Además, entre deshechos de la Perestroika —un paisaje más común en el este de Europa que nos sigue fascinando— convive esa rutina diaria y los personajes. Basta observar a esas atletas entrenándose en un enorme estadio desierto. Hay un claro contraste entre la vida cotidiana y los ecos del pasado, pero si uno detiene la mirada más a fondo observará que el césped del campo sigue estando impecable.
Así es Chiatura. Entre enormes edificios, se cuela la vida humana, resistiendo al paso del tiempo en una guerra que parecen estar perdiendo, pero sus habitantes son mostrados por la cámara con dignidad, por mucho que el trabajo del cineasta no intente enfrentar más de la cuenta al paisaje y a las personas que habitan en él, pues al fin y al cabo el primero forma parte del segundo de manera inexorable.
Esta mirada se filtra a la perfección en un tempo delicioso, que nos deja saborear sus imágenes y las sensaciones que se emanan de él. Es obligatorio comentar un pequeño detalle, algo obvio pero que el director lleva hasta las últimas consecuencias. Cada imagen, cada fotograma, tiene un significado.
Y es que cada fotograma es compuesto con mimo e inteligencia por su responsable. Su manera de presentar lugares y personas es digno de aplaudir. Valga esa escena, en los túneles —tal vez la parte cinematográfica más potente en la construcción de los planos y como utiliza todas las herramientas a su alcance para componer imágenes con significado a la vez que maravilla al espectador— donde un hombre es presentado envuelto en la oscuridad absoluta y, tras activar el personaje una palanca, queda visible lo que le rodea, destacándose un camino por donde trascurren unas vías de tren.
Debo insistir en otro detalle. Cuando comento que el tempo es maravilloso y nos deja saborear sus imágenes, más de un lector estará pensando que es una película lenta. Creo que tengo que detenerme en este punto e insistir en el tremendo error que esa frase hecha supone. Es delicioso por la armonía que construye el director con sus imágenes, apoyado de un montaje preciso y de una música ambiental que no subraya sino que sumerge aún más en el precioso y delicado tono que construye Rati Oneli.
City of the Sun es un trabajo con poco que reprochar, si acaso, todas las ideas vertidas parecen estancarse en su parte final, aunque no acaba agotándome en ningún momento. Lo que nos queda es, como decía al principio, una de las propuestas más estimulantes vistas por un servidor en lo que llevamos de año, que puede entenderse como la prolongación de cierto cine georgiano que cada vez parece estar más presente en muchos festivales a la vez que como trabajo único e irrepetible de su responsable, que en ocasiones parece como si fuera el alumno aventajado del Tarkovsky de Stalker, por mucho que entienda que los actuales directores georgianos tengan su propia idiosincrasia y sus propios maestros a los que honrar.
En definitiva, City of the Sun es una experiencia. Un estado mental. Y haré todo lo posible para convencer a quien sea de que le de una oportunidad.