Nacida en el año 1876, Paula Becker es una joven al final del siglo XIX, cuya pasión es la pintura, un arte del que aprende la técnica en un taller de verano dirigido a mujeres del mismo modo que si recibieran un taller de costura. Ella conoce la técnica pero libera su expresividad con un trazo más colorista, torturado y sugerente que el de los compañeros alemanes contemporáneos. Paula contrae matrimonio con Otto Modersohn, un pintor reconocido por sus paisajes, viudo, con una hija. Así comienza una vida como dedicada madre y ama de casa, muy distinta a la que necesita como artista. Hasta que huye a París, juzgada por su familia y una sociedad reticente al cambio.
Paula es una biografía convencional como no se veía hace tiempo por las pantallas. Con una protagonista de psicología atormentada que vive durante el cambio del siglo XIX al XX en un país tan determinante para la Historia europea como es Alemania, por extensión también de la mundial. Una personalidad llena de curiosidad y ardiente dentro de una sociedad llena de témpanos conservadores y germánicos. Una mujer tratando de evolucionar, casi un siglo antes de una revolución que nunca se ha producido, porque ni siquiera debería plantearse la necesidad de esa reivindicación cuando se supone que todas y todos somos iguales. Surge aquí entonces la primera contradicción sobre esta película, una duda que parecerá tan retrógrada como los hombres que actúan en la misma. La cuestión trata acerca de si hubiera mejorado en algún aspecto el film al ser dirigido por una directora. O tal vez ayudaría que estuviera escrito por alguna guionista. Entiendo que parezca una tontería porque atendiendo a tal razón, las películas acerca de drogadictos las debería dirigir alguien sufridor o al menos ex adicto, aunque adicciones, nocivas o no, tampoco son algo tan extraño. La polémica puede dar para otro párrafo interminable como el escrito, pero si algo eché algo en falta durante los ciento veinte minutos de Paula quizás sea ese punto de vista femenino. De todas maneras la respuesta es simple porque en los casos de Nannerl, la hermana de Mozart, Frances o Buscando al señor Goodbard nos hallamos ante tres dramas realizados y escritos por hombres, en los cuales se enfoca a mujeres que luchan por una vida digna contra el entorno social que las martiriza, Trabajos realizados mediante una mirada más realista o más tremenda, pero conscientes de mantener siempre en el punto de interés a sus personajes principales.
Esto es algo que no sucede con el biopic de la pintora alemana. Tras un buen comienzo con ese encuadre que la oculta tras el bastidor de un lienzo que no se nos muestra, mientras escucha un discurso machista de su padre. Un plano similar a otro posterior en el que ya nos enseña muchos de sus cuadros expuestos en el estudio, al mismo tiempo que mira directamente al objetivo. Sin embargo, el desarrollo entre la primera secuencia y la otra resulta enmarañado, incluso mutante. Después del inicio juguetón, luminoso, casi como en una comedia romántica, el drama emerge inestable, desde la denuncia social hasta el tono desgarrado. Los personajes se asoman y desaparecen de la vida de Paula con más desconcierto que orden.
En pantalla podemos disfrutar de un gran trabajo de equipo plasmado en una fotografía de textura pictórica semejante a la de los grandes paisajistas. Con luz, sombras, color, brumas, frío y calidez en una gama cromática que ofrece uno de los mejores tratamientos de la imagen vistos desde el comienzo del cine digital. También se aprecia el trabajo artístico, muy bien coordinado por la elección de escenarios, creación de decorados, diseño de vestuario y caracterización de los personajes. Además de la partitura ligera, a la que hace honor el apellido del compositor debutante Jean Rondeau. El reparto resulta convincente, tal vez más en cuanto a secundarios que a la protagonista Carla Juri, algo afectada en sus gestos y expresividad.
Así que la razón de que Paula no sea la buena película que podría haber resultado se debe a un guión mal construido por la sucesión de acontecimientos, desequilibrando la importancia de los bohemios de Francia respecto a los burgueses en Worpswede, la población natal de la pintora. O la torpeza al desaprovechar la crítica subterránea que se intuye acerca de la sociedad germánica, tan recta en apariencia, tan abocada a los desastres que surgirían por sus dirigentes y seguidores en las guerras posteriores.
Como se ve, salvo en el libreto Christian Schwochow, el director del film tenía entre sus manos el mejor juguete posible —tirando del tópico atribuido a Orson Welles— pero se aburre al manejarlo y nos despista a los espectadores mientras se entretiene jugando con el papel del regalo. Por fortuna ese envoltorio audiovisual es uno de los mejores vistos en las salas recientemente.