No veo la tele.
Escucho la radio
que estos días me produce
una sensación sinestésica de lo más poderosa.
Y es que como huele a pelo graso
cuando se escucha sobre Cannes.
Olivier Assayas narra con Personal Shopper el fragmento vital de una chica llamada Maureen que, aprovechando ciertos poderes que sabe que posee, se dispone a encontrarse en una casa con su hermano fallecido recientemente, todo ello acordado previamente por las dos partes. A partir de aquí varios sucesos, o ausencia de ellos, harán que ese camino que en la mente es proyectado de manera recta y sin obstáculos tome otras vías más espesas y dilatadas. Si abordase esta obra desde el punto de vista de una persona que se dispone a presenciar una película de fantasmas probablemente debiese parar de escribir aquí para no decir gilipolleces, principalmente porque soy poco más que virgen en este género y eso de trazar líneas historiográficas quedaría descartado. Pero si algo tiene Assayas es que es un director sumamente inteligente y elegante en sus planteamientos y sus formas, y esto hace pensar que esa historia de fantasmas oculta algo mucho más evidente pero harto complejo. Es decir, que es una excusa para hablar de otra cosa. Puede decirse por lo tanto que, si desviásemos la atención de esa historia sobrenatural a la que se nos dirige la mirada, podríamos fácilmente componer historias paralelas tan solo mediante la unión de elementos que se van haciendo presentes. Es en este sentido que, dejando de lado las posibles resoluciones que se le puedan dar a la línea fantástica central que se nos presenta, yo he alcanzado a dibujar, de manera más o menos clara, dos historias alternativas. La primera de ellas, aunque no estropee nada, está destinada a ser leída una vez se haya visto la película. Consiste simple y llanamente en que Maureen, que durante la película se da unos buenos paseos en moto, tiene un accidente, siendo la película el proceso de caída al suelo, y que estaría regido por tres momentos: miedo-distorsión de la realidad-contacto físico con el suelo que provoca la recuperación de la conciencia. Esta línea interpretativa descubriría en Personal Shopper las intenciones de su director por representar las derivas puramente psíquicas que tienen lugar en los instantes que siguen a un accidente de tráfico. Estos serían tres: búsqueda mental de un ser querido o de confianza como ilusión de seguridad en el momento del impacto, así como deseo irrealizable en el plano físico de comunicarle lo acaecido (premisa de la película); distorsión de la realidad tras el impacto que deriva en un sueño que, como sueño, está marcado por la representación de anhelos alocados y asociaciones bastante brutales (desarrollo de la película); Maureen tendrá un primer contacto sensitivo con el mundo físico y que le llega a nivel auditivo cuando le sobrevienen los tremendos sonidos que producen los coches, que siguen ya su recorrido normal, tras pasar sobre la tapa de alcantarilla que se puede encontrar cerca de su cuerpo tumbado en el asfalto, un cuerpo que comienza a tomar conciencia de sí y a reconocerse como sujeto —¡Hostias! ¿Soy yo?— (conclusión en la que el espectador identificará los sonidos aquí descritos con los que emanan de la banda sonora, encontrando y cerrando así el sentido aquí expuesto). Es así como Assayas estiraría apenas unos segundos a más de hora y cuarenta minutos.
La segunda interpretación que encuentro posible, parte esta que se corresponde con lo que viene a ser el cuerpo de los textos que vengo escribiendo para esta página de hace unos meses para acá, tendría que ver con un diagnóstico del sujeto occidental contemporáneo. Parece, según esta visión —más espesa que la anterior pero sin por ello querer decir que lo que arriba se ha dicho no sea serio—, que Assayas está mostrando con Personal Shopper el recorrido de un individuo concreto, Maureen, que se caracteriza por la constante y desesperada búsqueda de la “alteridad” respecto a la realidad material. Es decir, que la protagonista interpretada por Kristen Stewart, perdida y sin saber quién carajos es ni qué quiere, está buscando la manera de acceder a otro mundo que no esté sometido a la medida y a la forma y que la permita así liberarse de los ritmos y de la desbordante imagen de las sociedades occidentales contemporáneas que la oprimen. Es así que Maureen, precisamente ella que se dedica en esta vida de la que escapa como puede a manipular la apoteosis de la forma que supone el traje de diseño y la joya como arte, está huyendo de las formas de su entorno para focalizar toda su atención en el mundo de lo informe: el de los espíritus. La película, que giraría en torno a este período de indefinición y que oscila desde la autoafirmación y aceptación del mundo que le ha tocado vivir —ese interlocutor no conocido que la incita a fundirse en el torrente del materialismo y de la vida nómada que va de hotel a hotel— a la negación de sí y del mundo en el que habita —recurrencia a los orígenes del arte abstracto y a los ritos mistéricos—, supone un juego, que encandila por lo lúcido e inquietante, que hace patente la distorsión más absoluta que deviene en paranoia, crisis de identidad y demás movidas que sobrevienen cuando se siente el estar abocados a poblar un tiempo donde el espíritu brilla por su ausencia.