Empresario, conservador, severo, elegante, alto, de presencia fuerte y cerca de los cincuenta. Boris Malinovsky es el vivo retrato de un hombre que parece hecho a sí mismo. Un triunfador que para llegar donde está ha pagado su peaje con una complicada vida personal. Su mujer, Beatrice, una política del gobierno que sufre una depresión, le hace replantearse algo su existencia hasta tomarse un período sabático para cuidarla. La aparición de un hombre desconocido y misterioso que parece saber todo sobre sus vidas, empuja en este sentido de apertura a Boris. Sin embargo, puede que esa transformación no sea tan fácil para una persona tan inamovible.
En el primer tercio del film, el protagonista ya comenta en uno de sus diálogos “Ir al psicólogo es admitir la derrota”. Toda una declaración de intenciones para el personaje, de igual manera que para la película. Porque Boris sin Béatrice fundamenta su energía e interés en todo lo que sucede a partir de un hombre inalterable y consecuente con su forma de vida. Tal vez durante la película solo veamos la punta del iceberg, vislumbrando aspectos ocultos que se mencionan, como son su origen ruso, durante una conversación con Klara, la cuidadora rusa que convive con el matrimonio. Esa frialdad con la que se reúne para hablar con sus empleados, tan respetuosa como impersonal. O una dureza que por un lado le sirve para ser ese hombre impecable en su imagen, conservadurismo y éxito empresarial, un rasgo que parece impuesto aunque viendo cómo actúa -aquí es donde tiene más riqueza- no resulte forzado, quizás por definir su forma de comportarse.
Está claro que la cinta es un estudio acerca de un personaje. Por esta razón su acierto es el retrato de Boris, mientras que las debilidades se perciben desde un guión que trata de imponer una intriga innecesaria, casi de fantasía, para vender el argumento con fines más comerciales. Por una parte encontramos a las cinco mujeres. La esposa funciona como un fantasma que aparece en algunos momentos cruciales, la mayor parte rememorados con una textura de super ocho y un brillo de imágenes cálidas, por medio de insertos fugaces en los que se ve a la pareja feliz. En segundo lugar esas dos amantes que apoyan el escape emocional en la deriva de Boris. Unidas a esa madre e hija que suponen una promesa de sosiego en el futuro. Básicamente el esquema universal de Charles Dickens y su Cuento de Navidad tan reutilizado para infinidad de obras posteriores. Esta necesidad de fabular sobre la crisis psicológica de un hombre en la mediana edad, es el elemento que peores críticas recibió tras su pase por el Festival de Berlín en 2016, además del rechazo por cierto tono moralizante. Puede ser que se use la coartada de Frank Capra para redimir a un millonario que no necesita el perdón, pero en esta caso no se recurre a la comedia, a pesar de secuencias que resultan cómicas por error, sobre todo en las que aparece Denis Lavant ataviado de maestro Jedi, en un papel que tampoco sucedería nada si hubiera desaparecido del montaje final.
Ironías aparte el otro Denis, director del film, que no había estrenado ningún film anterior en España, después de dirigir seis largometrajes, algunos cortos y varios documentales. Es un cineasta que tiene la suficiente destreza para rodar un guión propio con defectos evidentes, pero al que sabe dotar de ritmo. Sitúa la cámara en el punto de vista óptimo, sigue a los personajes o describe los escenarios con las panorámicas y ‹travellings› adecuados. Trabaja junto a los departamentos técnicos para reflejar un ambiente de tonos metálicos, grises, azules y neutros que amplifican la frialdad que proyecta Boris. Y es capaz de mantener despierto al espectador durante noventa minutos, por muy decepcionado o satisfecho que resulte tras el visionado.
Un personaje que parecería pensado para Bill Murray si hubiera sido más sarcástico. Que no encajaría en la filmografía de Ira Sachs por esa seguridad y determinación que demuestra, además de por no jugar el film dentro del melodrama estricto. Pero a pesar de todo, queda ese protagonista que interpreta James Hyndman con valentía. Frente a las actrices, que resultan convincentes y dan profundidad a unos caracteres más desdibujados, el actor se mueve cómodo, íntegro, en un papel al que le saca todo su partido, sin recurrir al histrionismo gestual, ni a buscar la empatía con el espectador. De un modo orgánico. Como el Stanley White de Mickey Rourke en Manhattan sur. Como Ralph Fiennes en su Lenny Nero de Días extraños. Un elemento más que da coherencia al propio título de una obra imperfecta pero destacable.