Little Odessa es un buen ejemplo de película cuya trama parece desarrollarse sola; de historia que fluye con tal naturalidad que el director deviene casi invisible. De hecho, la presencia de James Gray se palpa únicamente en la facilidad de encaje que tienen las piezas de este sutil rompecabezas. Los hechos siguen un orden causal absolutamente creíble y que conduce a un clímax, si bien extremo, para nada impostado. En resumen, este es un caso indiscutible de unificación de humildad y transcendencia. Porque los temas abordados en la película cuentan con una gran profundidad, hecho que, por otro lado, no impide a su (por aquel entonces) joven director plasmarlos con plena modestia y libre de pretensiones.
Esta sinceridad que emana la ópera prima de James Gray se debe, sobre todo, a dos aspectos. El primero es, casi sobra decirlo, la planificación. Por una parte está la acertada decisión de capturar casi toda la acción mediante espacios abiertos. De este modo, la película se desarrolla al margen de todo juicio preestablecido, y lo que podría traducirse en una falta de proximidad deviene en un gesto respetuoso hacia los personajes: todos ellos actúan libres de juicios éticos por parte de director y espectadores. Por otra está el tratamiento de los espacios, que de un modo u otro siempre nos dan información sobre los protagonistas: pensemos en la desordenada habitación de Reuben, la claustrofóbica cocina en donde él y su madre intercambian sus últimas palabras, las calles nevadas de un barrio que parece casi desierto o el pequeño y mal iluminado habitáculo en que Joshua se reúne con sus irreconocibles compañeros de adolescencia.
El segundo es el pausado tempo con que se desarrolla toda la película. La tranquilidad con que el director plasma cada una de las acciones, desde la más trivial hasta las más descarnada, contribuye a dar al narrador un carácter de testigo objetivo. De este modo, James Gray consigue que su trabajo no resulte ni precipitado ni tampoco ralentizado: todo parece seguir su propio ritmo. Un aspecto que halla su punto culminante en la brillante resolución del tercer acto, en una secuencia que, a pesar de su dinamismo y agilidad, logra encajar fantásticamente con el tranquilo avance del relato. Así es como James Gray consigue, mediante la acertada combinación de una puesta en escena modesta y un tempo narrativo relajado (que no pausado), retratar brutales escenas de violencia gratuita y asesinatos a sangre fría sin un solo rasgo de exhibicionismo ni pornografía.
Un conjunto de elementos cuya transparencia logra dimensiones aún mayores gracias al hecho de no estar acompañados por ningún tipo de banda sonora (salvo en contados momentos, convenientemente acompañados por hipnóticas entonaciones corales). Y es gracias a esta transparencia, y al relajado fluir de una serie de secuencias que tan pronto son cotidianas como de pronto devienen brutales y aterradoras, que la tesis del director sale a flote sin necesidad de esfuerzos (ni por parte del narrador ni del espectador): la familia —tema abordado con frecuencia por Gray— como un arma de doble filo; creadora de lazos indisolubles para lo bueno y para lo malo. Es decir, un vínculo de sangre que tan es responsable de estimas incondicionales como la causante de una devastadora destrucción en cadena.