Contar historias comunes que atañen a sentimientos básicos y que a todos tocan son elementos indicativos de entretenimiento. Pero qué es el entretenimiento sino el ocultamiento temporal de una realidad bien sufriente o bien aburrida para sustituirla por un estado de semi-embriaguez que nos permite dejar de sentir el tiempo como tiempo, es decir, no como tic-tac del reloj. Los hermanos Taviani muestran al comienzo de su última película a un hombre que duda antes de dejarse caer de lo alto de un torreón. Se suicida. Tiene la peste. No hay plano ascensional como en Bergman, tan solo caída, es decir, peso de materia y ausencia de espíritu. Y qué queda cuando no hay lugar para la intuición de la trascendencia más que buscar en nuestros propios juegos de palabras que refieren al mundo tangible una posible solución. Es así como ante la incertidumbre de la época un grupo de jóvenes huye de Florencia, escapando así de la enfermedad que la devasta, para resguardarse en una casa alejada de la civilización y evadirse durante un tiempo indefinido mediante esas historias comunes que atañen a sentimientos básicos puramente terrenales. De hecho una de las mujeres avisa al resto de que puede que su relato lo conozcan, que tiene cien años. Pero es precisamente eso lo que buscan, cuentos-dique a los que poder aferrarse para no sentir el temblor del tiempo, para poner límites a lo desconocido que está por llegar, para poder palpar, en resumidas cuentas, algo seguro ante el andar a tientas que supone la idea colectiva de fin del mundo y ausencia de futuro en pleno bache epidémico. Es en este sentido que estos hermanos realizadores buscan y aplican con tino el contraste entre la línea gruesa de la narración que se corresponde con las convulsiones de la ciudad italiana ante la epidemia y que reflejan mediante una música cuyas variaciones manifiestan el vaivén entre las constantes muertes y la búsqueda de la salvación en la huida; y las ramificaciones que de esta línea se derivan y que dan lugar a las cinco historias que se suceden y que están sometidas a un ritmo menos frenético precisamente por tratarse de esos dardos de morfina que en su universalidad anulan la realidad cambiante. El conjunto de las micro-historias terminan por sobreponerse a la historia principal, sustituyendo así la angustia de los protagonistas de esta última por una pseudo-alegría de marca blanca.
Fuera ya de todo aspecto interno de la película, es reseñable también la importancia que una obra como Maravilloso Boccaccio (marcada por sus actores italianos con sus caras de italianos y el sol del Mediterráneo que golpea su península) tiene en el público de nuestro tiempo. A fin de cuentas se trata de una dialéctica similar a la señalada en el párrafo precedente pero en otro orden diferente. Y es que ante la dificultad de proyectar en el tiempo la idea una manera de contar historias en el futuro (algo que no es necesario, ni mucho menos, pero a lo que siempre se tiende) por el propio dinamismo que estas tienen en el presente, devorándose unas a otras, siempre es oportuno tener presentes y actualizados pero manteniendo su esencia autores universales como Boccaccio y estructuras simples y llanas como la de Decamerón que, más allá de parecernos atractivas o no, siempre cumplirán esa función tan útil de mantenernos a flote ante la inminente caída para poder volver a empezar de nuevo. En esta ocasión Paolo y Vittorio Taviani logran retornar a la idea de Arte como pilar fundamental y bien útil de la sociedad para mantener un punto fijo y estable en medio del fluir de formas que en todas las manifestaciones artísticas sobrevino con la caída de esa idea clásica en los inicios del siglo XX, abriendo una multitud de posibilidades y una consecuente y constante sensación de sorpresa ante el porvenir.