Va con ellos, es su estilo. El uso de frases hechas con un toque frívolo y distinguido siempre ha sido un detalle propio de muchos guiones en películas de cierto prestigio. Un broche de oro para presentarlas en sus países de origen. Un tormento para traducirlas en el extranjero. En el caso del segundo film dirigido por Martin Brest es complicado saber si se conoció en España por Un atraco con estilo o su propio título en inglés en algún pase televisivo, que no en salas cinematográficas. La nueva versión con tres ancianos venerables como son Morgan Freeman, Michael Caine y Alan Arkin, se estrena cuatro décadas después de la que le sirve de patrón, una producción de la Warner Brothers en 1979, con aliento de comedia clásica, amable, pero con el ímpetu de los convulsos setenta que ya terminaban. Parece irónico que este film de apariencia independiente sea reinterpretado ahora por Zach Braff, sobre todo si observamos que la corta filmografía de Brest, unos siete largometrajes desde 1977, está compuesta por dos guiones originales, dos remakes basados en films famosos anteriores y otros tres encargos más. Films como el taquillazo Superdetective en Hollywood. La premiada Esencia de mujer con Al Pacino. Además de fracasos críticos y comerciales del alcance de ¿Conoces a Joe Black? o Una relación peligrosa (Gigli). La obra del realizador neoyorquino se cimenta en la química y el carisma de su actores, volcados en un guión cerrado con mayor o menor interés. Por el camino queda esa joya que supuso Huída a medianoche, quizás la más redonda de su trayectoria, por apoyarse en un texto ajeno y dos protagonistas —Robert de Niro junto a Charles Grodin— en buena forma. El cineasta demostraba que podía narrar con ritmo tanto en aquella como en la odisea detectivesca de Eddie Murphy por Hollywood.
Going in style juega en otra liga, la de las historias de veteranos en su recta final. Dos octogenarios y un sexagenario para ser más concretos. Tres compañeros de piso en Brooklyn que pasean por las calles, se sientan en el parque para observar a las palomas que alimentan. Y se enfrentan a los niños insolentes que los miran como seres extraños. Todo rodado con la frialdad de un teleobjetivo que permite verlos desde cerca, a pesar de la lejanía del zoom que los sigue. Con esa incisión documental tan propia de la época, que no agrede la naturalidad del entorno, los exteriores urbanos, reforzados por un sonido directo de motores circulando por el asfalto, voces altisonantes en los callejones, ruido de maquinaria comercial, juegos infantiles y bandas musicales en las plazas. Esa textura de reportaje televisivo que sacrificaba el acabado artístico para cazar la humanidad de los personajes. Porque se trata de un film de personajes, acerca de tres viejos amigos que pueden sincerarse, protegerse, añorarse y burlarse desde un afecto a prueba de modas o enfrentamientos. Un trío de veteranos tras varias guerras, crisis y soledades. Martin Brest los presenta con pocos diálogos, gestos concisos y trazos psicológicos esenciales, pero con un armazón emocional muy sólido. El reparto no recurre al histrionismo, a la complicidad ni al chiste fácil para convencer al público de su fuerza. Simplemente se comporta y evoluciona de la misma forma creíble, en la que lo harían sus caracteres. Con escenas de lucimiento ocasional que resultan conmovedoras: en la voz de Willie cuando se arrepiente de haber pegado a su hijo muchos años atrás. O esa secuencia íntima de Joe revisando sus antiguas fotografías que guarda en una caja de cartón, un momento de pura emoción. Apoyados ambos por Al, el más joven y jovial de los tres. Tres actores en la culminación de sus carreras, comandados por George Burns, una leyenda del entretenimiento yanqui, secundado por un Art Carney inmenso y la figura mítica de Lee Strasberg que los equilibra desde la modestia de su tímido rol.
Martin Brest reconoce la grandeza de sus intérpretes y por eso sitúa la cámara en función de las conversaciones, recurriendo a composiciones de grupo, parejas, fragmentando en plano y contraplano si no queda más remedio. Escribe un libreto que vuela con la libertad de sus personajes, sin estirar las situaciones para crear secuencias efectistas, como el atraco al banco, una parte decisiva del film que resulta tan importante durante la relajada preparación, como surrealista ejecución del mismo. Pero que no es más crucial que un viaje a Las Vegas o las visitas de Al a la casa de sus sobrinos.
Going in Style se perfila como el fin de una década en la que se había jugado con la memoria, ese revival de otras épocas pretéritas más clásicas con producciones como El golpe o Chinatown. Aunque en este caso se recurra a los verdaderos artífices de aquel clasicismo, los hombres que crecieron en los años treinta y cuarenta. Un homenaje muy claro con el plano de espaldas de Joe, enmarcado por la ventana de una puerta que se cierra tras él. Un estilo de vida que termina con la llegada de esos años ochenta, ejemplificados por Ronald Reagan, otro actor contemporáneo a estos héroes callejeros, pero al que ninguno de ellos —probablemente— admitiría como colega.