Si el cine de Hong Sang-soo ha ido ofreciendo una singular evolución —en torno a sus espacios, personajes e incluso acciones y diálogos que estos recogen— a lo largo de una cada vez más intensa y exhaustiva carrera, los rasgos que han compuesto su obra y han ido mutando la perspectiva de un cineasta único en su especie ya se reflejaban en etapas previas a esos espacios cíclicos, escenas reiteradas e incluso interludios musicales que reviven momentos pasados. Pero más allá de aspectos distintivos y característicos de su cine, en el universo del coreano queda implícita una voz para abordar temas de toda índole por más que parezca que sus repeticiones y la (presunta) unidireccionalidad de sus relatos llevan siempre a esos lugares comunes (en su obra, se entiende) a los que tiene por hábito conducirnos Sang-soo.
La habilidad por crear realidades o ficciones —en especial, en sus ejercicios metacinematográficos, más presentes en etapas anteriores de su carrera— ha sido en ese contexto una de las mejores herramientas de las que ha dispuesto un autor en constante progreso, y es que si tras más de una década después de su eclosión definitiva algo ha caracterizado su cine es ese incesante juego que, si en un principio recurría a espacios de cine dentro de cine para armar su propuesta, ha terminado fortificando sus posibilidades en una extraña irrealidad surgida, en cambio, del plano estrictamente real.
De entre esos títulos donde Sang-soo todavía bordeaba los lindes entre realidad (la de sus personajes) y ficción (la compuesta por esos personajes desde su faceta como autores), quizá nos encontramos en Un cuento de cine con una de las reflexiones más sugestivas del coreano: la vida nos lleva al cine, el cine a la muerte y, finalmente, la muerte a la propia vida —desde la comprensión del mismo ciclo a través de la representación de nuestras inquietudes en pantalla—. Es así como tras un epílogo que, por extensión y modo de presentación, podría remitirnos a la Blissfully Yours de Apichatpong Weerasethakul —siempre a la manera del coreano, claro está—, Sang-soo establece una disertación acerca de como nosotros —ya seamos espectadores o creadores— nos acercamos al cine, y este arroja otra percepción (no siempre esperada) mediante la que discurrir por caminos que probablemente no habríamos afrontado desde la misma posición sin ese discurso aprehendido.
Con esa pulcritud habitual en la imagen —incluso cercana al video—, los zooms y barridos seña de la casa, la estética típica del cine de Hong Sang-soo cobra en Un cuento de cine mayor importancia: desde ella el coreano constriñe la esencia de su obra alineando esos dos planos en los que trabaja y dando con ello a entender que no hay una línea divisible entre cine y realidad; entre ambas surge un complemento que precisamente dota de sentido al film, y le confiere otra de esas múltiples lecturas que ofrecen las obras de Hong Sang-soo. Así, el cineasta demuestra que la reiteración, las formas e incluso ese minimalismo al que lleva ciertas facetas, no comprenden simplemente una hoja de estilo a la que acogerse como si todo ello fuesen los mimbres de una autoría, también sirven a la perfección como precursores de un discurso, de un diálogo con el espectador —como no podría ser de otro modo, tratándose del autor de La puerta del retorno— que no parece detenerse por más que la producción de su cine resulte, a cada año, titánica —este, tras presentar On the Beach at Night Alone en Berlín, llegará con dos títulos a Cannes; casi nada—, y conforma una de las perspectivas más extraordinarias de nuestro cine, un cine contemporáneo que afronta desde la más extraña de las cotidianeidades.
Larga vida a la nueva carne.