Observando el cine rumano más contemporáneo, uno puede observar cierta fricción entre el mundo urbano y el rural. Al fin y al cabo, una película como Dogs (Caini, Bogdan Mirica, 2016, reseñada aquí) partía de un desequilibrio entre esas dos realidades para cocinar un thriller a fuego lento con un violentísimo final.
Orizont, tercera cinta de Marian Crisan, quien despuntara con su primer trabajo, Morgen (2010), comparte muchos de los elementos utilizados por su compatriota Bogdan Mirica, por mucho que sus intenciones finales sean totalmente diferentes, así como su tono o su mirada. Pero persiste esa introducción a un mundo hostil o a esa lucha soterrada del ratón y el gato entre la policía y unos mafiosos locales, que engloba ese desequilibrio entre la ciudad y el entorno rural que parece ser uno de los conflictos soterrados en la sociedad rumana actual.
Adaptando para la ocasión El molino afortunado —algo que ya hiciera Victor Iliu en 1955—, Crisan traslada el texto a la actualidad, donde una familia se mudará a un chalet en los Montes Apuseni, con la intención de abrirlo como resorte turístico, en un lugar aislado de cualquier núcleo de población entre paisajes de ensueño. De entrada, Lucian, nuestro protagonista, es presentado como un hombre parco en palabras cuya única meta consiste en trabajar duro en lo que resulta una larga y esperada inversión. Él se dedica a la cocina mientras su esposa Anda se encarga de servir las mesas.
Bastante pronto, la misma noche de su llegada, recibe la extraña visita de unos lugareños que se mueven como si el negocio fuera suyo. Por su fuera poco, más adelante la propia policía llega al lugar preguntando por esos mismos hombres. Sin quererlo ni beberlo, Lucian se encuentra de pronto en el juego del gato y el ratón entre los mafiosos locales y los cuerpos de seguridad. Su actitud, de inicio, pasa por una terrible equidistancia que lo asemeja al protagonista de la también rumana Un piso más abajo (Un etaj mai jos, Radu Muntean, 2015). El problema parece surgir cuando el grupo mafioso empieza a entrar en el hotel como si fueran los auténticos amos del lugar, sin que Lucian parezca hacer mucho por evitarlo, hasta un explosivo final anunciado pero no por ello menos impactante.
Más que en las formas, que también, Orizont sirve para confirmar ciertas tendencias temáticas que toman el pulso a la sociedad rumana, como es esa corrupción de baja intensidad que opera a varios niveles, cuyo nivel más preocupante para buena parte de los cineastas del país balcánico pasa por la actitud de parte de los protagonistas de sus historias. Actitud que podría resumirse en “mirar para otro lado” y “no abrir la boca”.
El cineasta Marian Crisan sigue los pasos de Lucian, un hombre que sin mostrar ninguna simpatía por el grupo que intenta usarlo como un peón más, no consigue hacerles frente de forma efectiva. Ni siquiera cuando sucede en los alrededores un terrible accidente que tiene todos los síntomas de haber sido perpetrado por el siniestro grupo. Al igual que en la famosa obra de Sam Peckinpah, Perros de paja (Straw Dogs, 1975), la explosión final de violencia se debe ante la invasión del núcleo familiar y Lucian acaba reaccionando de forma impulsiva.
Orizont es una obra que se cuece a fuego lento, donde un taciturno personaje va perdiendo el control de su vida y su familia. Si se me permite la expresión, el filme se engloba dentro de ese nuevo thriller centrado en unos personajes de los que no conseguimos adivinar sus motivaciones e intenciones, que pasan por ser unos individuos pasivos hasta la resolución del conflicto. Conflicto además, presentado dentro de una sensación de calma que se intuye falsa y que acaba con una explosión de violencia seca. Algo que se ha catalogado como “Thriller intimista”.
En las labores de dirección de fotografía encontramos además a un nombre como Oleg Mutu, con una impresionante obras cumbres en la cinematografía rumana reciente, desde La muerte del señor Lazarescu de Cristi Puiu a 4 meses, 3 semanas y 2 días de Cristian Mungiu. En definitiva, uno de los nombres claves para entender la llamada nueva ola rumana. En esta ocasión, Mutu se dedica a capturar un ambiente frío y enrarecido.
La película acaba en una escena donde los protagonistas se mezclan con una multitud a la entrada de una iglesia, donde apenas tienen un momento para la reflexión o la redención y parece estar más planteada como un choque de bruces con la idea de volver a ciertos valores.
Lo que tenemos, en resumen, es una obra donde se huye de transmitir un (mal llamado) ritmo frenético para construir un relato a fuego lento. Sus responsables no están tan interesados tanto en un giro final previsible como toda la falsa calma que hay hasta llegar a ese punto de no retorno, deteniéndose en un personaje que rehúye el enfrentamiento o la toma de posicionamiento moral al inicio para acabar perdido y sin salida en un callejón ético que él mismo ha elegido.