Disputas personales entre dos individuos o más, punto de fuga de todo día gris. Pero más allá de consistir en un motivo que disipa tensiones físicas y emocionales no está de más reconocer que hay algunas enzarzadas que están muy bien, en el sentido de que son interesantes, se entiende. Por norma general suelen atraernos en exceso dos tipos de conflictos entre personas ajenas. En primer lugar tenemos el conflicto-espectáculo directo, esa performance universal que cruza los tiempos, que no envejece. Unidad de tiempo, espacio y acción: una hostia de un tipo a otro en plena calle; violencia verbal salvaje que llega por el patio de luces. Los sentidos se afinan y el corazón se acelera sin necesidad de que seas un cotilla experimentado. La magia de este tipo de enfrentamiento reside precisamente tanto en la cercanía de los elementos de los que irradia la intensidad como en su carácter efímero. Es en este caso que lo que interesa al espectador(1) es la acción por la acción, quedando lejos de toda atención las causas o el perfil psicológico de los autores del acontecimiento. Si se va a acabar pronto que la experiencia sea intensa al menos, pensamos. En segundo lugar tenemos aquella experiencia del conflicto-racionalizado, mediado por una pantalla, por unos actores que interpretan a los personajes en disputa, por un discurso preestablecido que impide que la situación tome un ritmo no pautado con anterioridad, etc.. Este, a diferencia del primero, tiene una duración determinada, prolongada y posee, entre otras posibilidades, la de la repetición. En él no importa tanto la visceralidad como el proceso causal de los motivos y la incitación a la profundización en las mismas causas. Es en este sentido que la exaltación del duelo, aunque importante, quedará a la sombra de detalles aparentemente banales como determinados gestos o palabras como elementos a través de los cuales se puede ir descifrando la personalidad de los personajes. Es decir, que en este segundo tipo de conflicto priman los rasgos psicológicos sobre la instantánea vena violenta.
Nieve negra entra en esta segunda categoría aquí establecida. Martín Hodara construye un drama psicológico cuyo eje central es la problemática que conllevará la prevista reunión de dos hermanos que llevan mucho tiempo sin verse y cuya relación, ahora inexistente, parece que años atrás fue bastante turbia, con asesinatos de infancia y todo eso. Pero no se trata solamente de una cita sin más, sino que Marcos (acompañado de su esposa Laura), el hermano que ha desarrollado una vida convencional, se ve obligado a visitar en la Patagonia a Salvador, el hermano solitario que vive allí aislado, para depositar en aquella zona las cenizas de su padre, sí, pero también para proponer a este Ricardo Darín que parece tan arisco que ceda para vender ese terreno en el que vive pero heredado por ambos porque unos tipos se lo quieren comprar por mucho dinero. Es decir, que el director argentino y Leonel D’Agostino, quien también escribe el guion, parecen querer guiarnos por caminos espinosos por los que tan solo se respira tensión. Es en este sentido que, una vez estén ambos hermanos juntos, el pequeño empujón hacia el desenlace será lo de menos ante la amplia mirada hacia atrás que nos lleva a ese pasado tan pasado en las vidas de los protagonistas para observar los datos que se presentan e imaginar (aunque no nos dejan imaginar mucho sus guionistas) lo demás de todo aquello que sucedió o pudo haber sucedido. Pero esta intención de concentrarse en horadar la superficie para quitar las máscaras a los personajes y mostrarnos esa raíz de la que surge todo lo que en ellos ahora podemos percibir resulta infértil. Y es que de profundización psicológica no hay mucho en Nieve negra. Los personajes son tremendamente esquemáticos (hasta llegar a resultar abrumador y verdaderamente molesto como en el caso de Laia Costa), de manera que todo paso que da hacia atrás Martín Hodara ya lo ha dado el espectador previamente al conocer al dedillo esos estereotipos y esos giros a los que dan lugar de manera casi obligada. Horadara plantea una idea interesante que requiere de una riqueza que no tiene. Y esto es algo que deja a la película en una flacidez permanente, a la que no consigue levantar por más que intenta estimular en contados momentos.
Nieve negra deja un regusto de indiferencia, más que de decepción tras no alcanzar nada de lo que al principio nos hace pensar que puede llegar a ser. La belleza de la imagen y la atmósfera tempestuosa que logran en esa simulación de la Patagonia rodando en Andorra son lo único que, en mi caso, llegaron a atraparme. Pero la totalidad de la película termina por impulsarte a pensar posiblemente en todo menos en ella o, como he escuchado por ahí a una persona bastante graciosa, «a irte pensando en la Nada misma».
1 — Es importante señalar aquí que el papel del espectador es casi tan importante como el de los elementos agitados. Al no estar premeditado ni controlado el juego de intensidades en la pelea es poco recomendable acercarse demasiado, ya que puedes acabar involucrado como chivo expiatorio aliviando los pecados de los creadores del conflicto. Es decir, que te llevarás todas las hostias. Pero tampoco cunde observar el evento desde la retaguardia (menos aún preguntar a un desconocido igual de pavo que qué es lo que pasa), girando el cuello como un ganso entre la multitud para poder ver algo. El espectador, al no sufrir el calentón y poder permitirse un instante de racionalidad debe medir las distancias y acudir a un kiosko cercano para hacer con que ojeas algún titular de periódico. Es decir, tiene que buscar ese punto medio (difícil) en el que estás como que sí como que no, pero que estás que sí, vamos.