Así como en ocasiones haciendo el tonto alguien descubre algo revelador; es a veces que las distribuidoras también pueden inspirar de manera casual un discurso. Queda claro que si un ser de otro planeta, una vez nos hayamos dado fin como especie, intentase descifrar nuestros últimos días a través de los fragmentos insertados en los carteles de las películas por las distribuidoras nos encumbrarían como la apoteosis de lo cutre, de lo mediocre. Pero qué se le va a hacer si no queda otra que pagar un precio por las buenas causas; si al fin y al cabo en este caso hay que quebrar la dignidad de ciertas obras por poder sacarlas al mercado y volverlas rentables. ¿A dónde quiero llegar con todo esto? ¿A disipar cierta tensión que lleva creciendo en mi pecho durante un tiempo al sentirme ridículo al leer carteles que me dicen «vienes a entretenerte, ¿verdad? ¡mira qué bonito lo que vas a ver, mi niño! ¡Aiiiis, míralo que mono! ¡Aiiiirs!» Es obvio que sí. Pero quiero dar un paso más allá, y el motivo de introducir esta perorata concretamente en esta reseña de I Am Not Your Negro cobra sentido, en cierta medida al menos, cuando leemos en su cartel palabras como «IMPRESIONA (con mayúsculas) y conmueve (conmueve en menor medida que impresiona, se entiende) la verdad de lo que se escucha», o «ESTREMECEDORA». Con esta acción el respeto que le debemos a las distribuidoras por permitirnos ver en salas determinadas películas deja de ser absoluto para ser un «gracias pero…bah» por dos motivos. En primer lugar están reduciendo la complejidad del film a meras manifestaciones sensacionalistas. En segundo lugar, la figura de los críticos a los que corresponden esas palabras queda manchada. Y es que estos críticos reconocidos deben sentir ante cada estreno una sensación similar al mes previo a las elecciones en el que, respecto a la lotería de participantes en la mesa electoral, solo cabe un pensamiento en tu cabeza: «por favor, que no me toque». Pero en cierta medida la culpa la tenemos nosotros, y es que si introdujesen en estos carteles exclamaciones como «¡es ABURRIDA de la hostia, pero vas a APRENDER un huevo!» o, «Es una historia de desamor suicida, pero todavía te queda Tinder para remediarlo!» a las salas acudirían cuatro, y personas interesantes encima, ¡qué horrible! En fin, otras películas nos habrían llegado con mayor difusión.
Lo que quiero recalcar de todo esto, y entrando ya en la película, son las palabras «impresiona» y «conmueve» que aparecen en el cartel de I Am Not Your Negro. La cuestión es que en esta ocasión, y como se dijo arriba del todo que a veces ocurría por azar, coinciden con el sentido de la película. En efecto, Raoul Peck comete con su última película el error de emocionar, de producir reacciones más viscerales que racionales, de punzarte más fuerte el estómago que el cerebro en resumidas cuentas. Me explico, cuando lo que se intenta con una obra cinematográfica es denunciar la desigualdad que ha atropellado, atropella y según se ve seguirá atropellando en exceso a una de las partes en cuestión, lo que se propondrá uno es eliminar una brecha existente, enquistada en el tiempo, para que así no haya ni altibajos ni siquiera ya dos partes de las que hablar, sino tan solo una homogénea que dé por consumada la igualdad. Ahora bien, si para realizar esta obra de denuncia se recurre a todo un arsenal de armas como variaciones en el ritmo del montaje que causen una impresión temporal durante el metraje; música unida a determinadas imágenes de manera muy meditada para lograr sobrecoger; seleccionar fragmentos de un texto o un discurso y soltarlos aislados en momentos de clímax, etc., podría decirse que de hecho se está agrandando esa brecha. Es decir, al provocar conmoción mediante la puesta en marcha de una serie de elementos más propios de la ficción engañosa que del documento que revela una verdad de forma seria se está favoreciendo una escisión entre aquello que conmueve (las historias e imágenes de negros y los propios negros que las pueblan) y aquello que es conmovido (en su mayoría el público blanco —el negro no se conmoverá ni se impresionará, sino que sentirá rabia como es natural, es decir, que el fragmento del cartel al negro no va destinado—, aquel que siente la culpa de formar parte del grupo de los verdugos). Y es precisamente esta intencionalidad dirigida hacia el estómago del espectador con la que Raoul Peck dota a las imágenes la que producirá un deseo de acción, ya sea en respuesta a la cólera o al sentimiento de culpa que te produce, que se desinfla tan pronto como te sobreviene, precisamente por el carácter efímero que es propio a estos embistes emocionales que provoca el juego de los elementos citados líneas más arriba, concretamente la síntesis de imagen y música extradiegética, lo que hace perder el sentido originario de la imagen de archivo. Ante I Am Not Your Negro se nos plantea entonces la pregunta de si no habría sido más sabio no constreñir las posibilidades de interpretación del espectador (que sigue existiendo, por supuesto, pero se ve mermada por esos elementos), planteando tan solo las líneas de James Baldwin y las imágenes que vienen a cuento sin orientarlas mediante elementos externos, dejando que sea el espectador el que procese libremente y sin verse sobresaltado por variaciones de intensidad las imágenes-documento y la historia de Baldwin, permitiéndole así preguntarse: «Vale, tengo presentes estos documentos que me plantean la desigualdad de razas, ¿qué primer paso doy ahora? Vamos a ello». Es así como, incitando a un proceso racional (que a diferencia del visceral se caracteriza por su dilatación en el tiempo, siendo más lento, sí, pero más efectivo a la larga) más que puramente sensorial, como se puede lograr que se vayan rompiendo todos los prejuicios desde la raíz y así permitir una unión plena y desinteresada de los individuos, dando lugar a una sociedad homogénea donde no haya fisuras ni escisiones.
A pesar de todo I Am Not Your Negro es un buen ejemplo de aquello que a los discursos casposos les gusta coger para que les aplaudan y les reconozcan y así presumir. Pero estos eventos tan llenos de sensibilidad no nos engañan a todos. Mientras ellos disfrutan con estos objetos emotivos que simbolizan su lenta y obligada madurez somos muchos los que sabemos que presumir de llegar tarde a los sitios es ciertamente estúpido, que es mejor avanzar callados.