Cuando Arthur Penn decidió poner en boca de Gene Hackman la famosa cita: «Una vez vi una película de Rohmer. Era como ver crecer la hierba» posiblemente no alcanzó a comprender la ironía del asunto. A través de lo que podía parecer un insulto a la filmografía del bueno de Maurice Schérer, a su manera de filmar, de comprender el cine, lo que generó fue un efecto boomerang ya que la cita fue celebrada a modo de reconocimiento porque, en definitiva, que un personaje tan vulgar como el de Hackman dijera aquello solo podía significar que el nivel de Rohmer estaba un escalón por encima de la media de su época.
La idea de un lago es, a su manera, una reinterpretación estilizada de la filmografía del director galo. Un desvío con cierto componente de realismo mágico que, sin embargo, comparte propósito último, el de, a través de las imágenes, ayudar al espectador a conocerse así mismo, o al menos a plantearse ciertos aspectos, a menudo desechados por cotidianos, de su existencia. La trascendencia de lo (aparentemente) intrascendente, la sublimación de la anécdota y sus efectos posteriores.
Es a través de los recuerdos que Milagros Mumenthaler, directora del film, nos habla no tanto de los traumas generados por una pérdida, sino más bien de cómo sublimamos el pasado, estilizándolo y embelleciéndolo de manera que los efectos presentes de una realidad subjetiva crean no tanto problemas sino más bien reverberaciones, ecos, de un paroxismo de felicidad que se transmuta en una inquietud existencial palpable, como una espina de infelicidad indefinida cuya sorda molestia es tan continua como imborrable.
Es en los detalles, en las fotos, en el fondo de un video con palabras apenas inaudibles, donde la tragedia transcurre. Un segundo plano lejano pero siempre presente que decolora y ensombrece lo idílico del concepto vacacional evocado. El pasado pues se convierte en algo fantasmagórico, más propio de una ensoñación que de una realidad objetiva. Imágenes que vemos a través de los ojos (mentales) y las palabras de la protagonista y que, a falta de una verdad palpable, convierte en metáforas embellecedoras, infantiles que tratan de cubrir el hecho traumático de la desaparición del padre.
El pasado pues choca frontalmente con un presente seco, austero y de relaciones personales difíciles. El coche como compañero de juegos acuáticos, el bosque repleto de luz como en un cuento de hadas, son los adornos de momentos simultáneos que se quieren olvidar y que, ante la imposibilidad de hacerlo se minimizan en favor de otras (semi) verdades más agradables.
El presente pues es el punto de no retorno de la sublimación del pasado, y por tanto el momento climático del conflicto personal y familiar de la protagonista. Una problemática a la que se intenta poner solución y, porque no decirlo, taparla con paños calientes mientras no se resuelve. El recuerdo se vuelve cámara, y la mirada una foto fija. Vemos lo que nos dejan ver delimitando el encuadre, enmarcando el paisaje, alejando el detalle hasta la nada y con ello, a la “Rohmeriana” manera, no dando una solución cerrada al conflicto, sino ofreciendo la posibilidad de extraer una lección, una reflexión, una invitación a la introspección personal al respecto de quienes somos, dónde estamos, qué haremos.