Los olvidados que malviven entre las grietas
Tbilisi, capital georgiana. Ruinas. Sombras. Figuras ocultas desperdigadas en la inmensidad de un paisaje salido de la Perestroika; fantasmas silenciosos y ajenos a los ojos humanos. Personas invisibles y olvidadas por la sociedad, sobreviviendo entre tinieblas. Y aún así, hay un cierto halo de esperanza. Así es la opera prima de la cineasta Elene Naveriani, una película llena de poesía, filmada en un esplendoroso blanco y negro, donde apenas se puede distinguir entre el día y la noche.
I am Truly a Drop of Sun on Earth nos presenta a April, una joven treinteañera que adquiere la libertad después de una temporada en la cárcel por ejercer la prostitución. Sus planes para el futuro inmediato pasan por marchar a los Estados Unidos acompañada de alguien cercana a ella, pero estos planes se van al traste cuando constata que no hay nadie al otro lado de la puerta de la prisión esperándola, por lo que vuelve a los míseros recovecos de Tbilisi, en una geografía urbana hostil y decadente donde se reúne con otras chicas en busca de clientes. En uno de esos tiempos muertos que pueblan la cinta, conoce a Dijé, un nigeriano cuyo sueño de viajar a Georgia, en Estados Unidos, se convierte en una cruel pesadilla al ser engañado por la mafia y dejado junto a un grupo de compatriotas en Georgia… Georgia.
Dijé, el más marginado y despreciado entre los miserables, malvive entre trabajos mal pagados y siempre señalado por su color de piel. Hasta las compañeras de April prefieren no acercarse a él. Pero lo que comienza como una simple apuesta (racista) para matar el tiempo entre las chicas, va adquiriendo otra dimensión. La directora Naveriani necesita muy poco para construir un relato mínimo con dos personajes centrales y la relación que se va estableciendo entre ellos, sin caer en sentimentalismos ni forzando ninguna situación.
Su responsable prefiere detenerse en el paisaje urbano, donde nuestros personajes se desenvuelven como fantasmas y se sintetizan con el ambiente que los rodea. Una atmósfera que se siente cargada dentro de una falsa calma como preludio a una tormenta. No hay apenas trucos ni trampas respecto a la narrativa del proyecto, desde el principio se nos pone en situación y se nos repite constantemente que hay un peligro acechando.
Naveriani plantea un drama con cierto ironía bañada de melancolía, donde parece querer plasmar el estado de shock en el que se encuentra su país. Así, April y Dijé sueñan con marcharse a los Estados Unidos, tierra de oportunidades tanto para un africano como para un georgiano. En un momento dado pasean por la carretera de George W. Bush. Y es que es singular la afinidad que la población georgiana y sus instituciones sentían hacía el despreciado presidente de Estados Unidos (sólo hay otro país con una carretera nombrada en honor de nuestro colega George Bush, y está en Kosovo), que apoyó a la llamada revolución de las rosas ocurrida en Georgia en el 2003. El país caucásico vivió toda una transformación liberal hasta el desastre del verano del 2008, cuando tras una corta guerra con Rusia, Georgia se descubrió de pronto en un estado catatónico, con todos los frentes de la revolución hundidos y enterrados, y tras perder parte del que consideraba su territorio, Osetia del sur y Abjasia. No puedo dejar de pensar en esa pequeña escena (toda la película está formada por estas pequeñas escenas) donde unos niños juegan a realizar una ejecución, tal vez como un juego aprendido en el frente de batalla, mientras de fondo una pancarta con la palabra “Welcome” no deja de contrastar la escena.
Así es la película, con un poso dramático constante, con unas maravillosas imágenes en blanco y negro que lo contrasta todo, y con un disimulado sentido del humor bastante crudo.
Buena parte del cine reciente que nos ha llegado de Georgia se mueve en este estado mental, donde no se vislumbra ningún futuro. A lo sumo, sobrevivir una noche más. Así se mueven April y Dijé. Una noche más, unos pocos billetes que llevarse al bolsillo, entre trabajos agotadores a luz del sol y polvos despreciables entre las grietas de la ciudad a plena noche.
Sorprende la naturalidad con la que la directora captura los cuerpos humanos de sus protagonistas. Dejemos de lado la narrativa, que funciona como pretexto y para ir entendiendo las escenas que se suceden. I Am Truly a Drop of Sun on Earth es una maravillosa experiencia de apenas 60 minutos, donde la cámara logra el milagro capturando los cuerpos, los rostros iluminados por un cigarrillo mientras se espera al próximo cliente. El estado mental del que hablaba antes no ocupa la parte central del relato, tan sólo sirve como símil entre los personajes y el país, amén de una mirada crítica con el entorno que describe la directora. Un entorno machista, racista y anclado en valores mal entendidos como varoniles (al respecto, uno no puede dejar de mencionar In Bloom, 2013, con la que comparte muchas intenciones, a pesar de estar situadas en épocas distintas).
Lo que logra Elene Naveriani en transmitirnos cierto poso poético entre las miradas perdidas de sus personajes y los cuerpos (esos nigerianos bailando en la discoteca implorando un momento de felicidad es portentoso) de ellos y ellas. Ellos, los africanos, suelen ir con el torso desnudo, pero no se desprende una mirada mercantil de la cámara; al contrario, hay hasta admiración por sus movimientos, sinónimo de esfuerzo y trabajo duro y mal pagado, pero también, de búsqueda de la libertad. A ellas no las vemos desnudas en casi ningún momento y en la mirada de la directora observamos una lucha por mostrar algo más que unos trozos de carne, que es como son vistos por la sociedad y hasta ellas mismas procuran mostrarse así, por más que sean trozos de carne con anhelos, sueños y miedos.
Las miradas, los cuerpos, las largas esperas, el laberinto urbano… todo está bañado de un blanco y negro que impregna cada rincón, como gotas de sol bajo la tierra oscura.
I Am Truly a Drop of Sun on Earth (título sacado de un texto del revolucionario y anticolonialista Frantz Fanon) merece ser saboreada con paciencia y calma por el espectador. Su narrativa, sencilla, esconde un ejercicio brutal en cuanto a miradas e intenciones.
Lo mejor es dejarse absorber por su tono.