El cine polaco emergió a finales de los años cuarenta y a lo largo de la década de los cincuenta como un conglomerado que aunaba diferentes enfoques cinematográficos. Por un lado se notaba el mecenazgo soviético en un cine que tras la firma del armisticio con el que culminaría la II Guerra Mundial fue acercándose cada vez más hacia su nueva área de influencia conectada con el frente rojo. A ello contribuyeron nombres como el de Aleksander Ford, un cineasta de origen ucraniano y fuerte convicción comunista que fijaría su residencia en la ciudad de Łódź donde ejerció como maestro de la mejor generación de autores del séptimo arte polaco. Por otro ante la ausencia de cine estadounidense, los jóvenes alumnos de la Escuela de Łódź centraron su atención en Italia y el movimiento neorrealista, convirtiendo a Roberto Rossellini en una especie de Alma Mater que impartiría desde la lejanía los temas y doctrinas que empaparon la visión nihilista pero a la vez profundamente humanista y romántica que penetró en los focos y cámaras de los Wajda, Has, Munk y demás leyendas.
En este sentido sin duda dos fueron las películas que esta generación tomó como referencia. La primera Roma, ciudad abierta la cual contribuyó a cincelar una especie de subgénero ambientado en la II Guerra Mundial y en la posguerra polaca desde el cual derritieron maestría y liderazgo los mejores cineastas de esta nueva hornada surgida en los cincuenta. La segunda Paisà también de Roberto, pieza que mezclaba el neorrealismo con el bélico y con ese género de episodios que tan buenos frutos produjo durante ese decenio. En este sentido destacaron Generación, Kanal y Cenizas y diamantes de Wajda, Heroica, Mala suerte y La pasajera de Munk, casi todo el cine de Jerzy Passendorfer o una de las cintas más escalofriantes e inolvidables de este subgénero jamás realizadas: Certificado de nacimiento, dirigida en 1961 por Stanislaw Rózewicz a partir de un guión escrito por él mismo en colaboración con su hermano Tadeusz.
Certificado de nacimiento se alza como una de esas joyas que amanecieron en la Polonia de principios de los años sesenta ambientadas durante los años de la ocupación nazi, narrando los estragos morales y humillaciones que sufrió el pueblo polaco en esos crueles meses en los que el ejército alemán hizo lo que le vino en gana con una población que observaba con pasividad y miedo las salvajadas perpetradas por el invasor contra judíos y gente que osaba a contestar sus sangrientas fechorías. Pero hay un punto que sobresale en esta maravillosa obra. El protagonismo infantil. Puesto que los hermanos Rózewicz concibieron su propuesta como una película dividida en tres episodios independientes protagonizados por niños, siendo éstos quienes llevan la voz cantante y el mando en los tres vectores terriblemente crueles en los que se divide la obra. Una obra pesimista, nihilista, oscura y por tanto alejada del universo infantil. La guerra vista desde la óptica de la infancia, algo ciertamente osado y valiente, pues no hay dos figuras tan antagónicas como la pureza del nacimiento de la vida y la putrefacción corrupta que invade la muerte denominada guerra. Un conflicto creado por unos adultos devoradores de hombres, siendo los niños esos testigos silenciosos que volvieron a nacer tras su culminación. Un hecho que vincula la cinta de nuevo con Rossellini y su Alemania año cero, pintando un panorama en el que la tragedia emerge como el único campo objeto de cultivo pero en el que la muerte no es la única vía para alcanzar la esperanza ausente.
Sin duda la película deja patente las heridas presentes en ese grupo que sufrió el martirio tanto de la ocupación como de las carestías de posguerra. Y es que la misma adquiere la forma de una especie de carta abierta y personal con pretensiones de dar a conocer al mundo las penalidades que castigaron a los polacos desde la compasión innata que alberga el rostro infantil. Algunas escenas, como la de los porteadores caminando por las calles de Varsovia entre ancianos con la mirada perdida contaminados por el miedo causado por los guardianes nazis o las secuencias rodadas en el orfanato que esconde tanto a infantes abandonados como a niños judíos que se ocultaban de la persecución nacionalsocialista, más que un reflejo adscrito al imaginario cinematográfico se asemejan a frescos esculpidos por un artista perteneciente al movimiento realista más puro.
El primer episodio se hace titular Mientras conduces. Este segmento se narra como una ‹road movie› protagonizada por un niño perdido que trata de localizar a su madre y a su hermano pequeño y un solitario soldado del ejército polaco que ha huido en un carruaje que transporta una serie de documentos de alto secreto militar. Rózewicz puso todas las cartas sobre la mesa desde el principio, fotografiando los frondosos bosques polacos con una cámara prudente, quieta, siempre prefiriendo el plano fijo que los movimientos nerviosos, captando de este modo toda la belleza presente en los cielos y pueblos polacos y la miseria de la gente que huye como alma que persigue el diablo del enemigo alemán con un foco claramente impregnado de neorrealismo italiano. En medio de las bombas y el caos que conecta con el arranque de la invasión germana y por tanto de la guerra, infante y soldado unirán sus fuerzas recorriendo los pueblos y casas destruidas por los efectos de los bombardeos. Unas casas habitadas por mujeres ahogadas por la locura incapaces de llorar la muerte de sus hijos, o por vacas que a duras penas consiguen exhalar unos mililitros de leche de sus ubres. En este primer capítulo, Rózewicz apuesta por la poesía extrema, llevando su historia por los vértices del romanticismo adherido a esas historias de alumbramiento de la amistad entre dos seres radicalmente opuestos. La cámara se situará siempre a la altura de los ojos del niño protagonista, haciéndonos partícipes de sus miedos, de su curiosidad, de sus ilusiones, obligando al espectador a mirar hacia arriba para alcanzar la altura de nuestro compañero adulto. Un adulto que parece actuar más como un niño que como una persona responsable. Tanto es así que en un acto de locura en medio de un bosque, decidirá emboscar por su cuenta a una batería de carros de combate alemanes, dejando al pequeño huérfano de protección, quien deberá huir en un sprint sin fin entre las matas y troncos de los árboles hacia un destino tan incierto como su propia supervivencia. Sin duda inolvidable resulta ese travelling final que acompañará los pasos a toda carrera del niño. Una galopada que alumbra el desamparo que acompañó a una Polonia a la que ninguna nación se atrevió a auxiliar, permitiendo que fuera devorada por los leones sin armas con las que poder defenderse.
En Carta del campamento, Rózewicz nos situará en los peores años de la ocupación. Los del cautiverio judío en angostos campos de concentración. Los del abandono familiar que padecieron esos huérfanos de guerra cuyos padres fueron tomados como prisioneros. El liderazgo será aceptado por Zbyszek un niño de apenas doce años de edad que ha asumido el papel de cabeza de familia, cuidando de sus dos hermanos Jacek y Henry ante la ausencia de una madre que debe pasar los días lejos de casa trabajando en el campo. Zbyszek sobrevivirá en la ciudad ofreciéndose como porteador para aportar algo de sustento al maltrecho nicho familiar. Pero igualmente en la mirada del pequeño advertiremos el odio latente hacia el invasor nazi, pues éste tratará de ayudar a un prisionero judío, hecho que provocará que un soldado nazi le azote por su acto compasivo con el diablo ajusticiado. Proyectando todo un ejercicio de estilo neorrealista extremo, Rózewicz seguirá los pasos del pequeño por las calles y pasadizos de Varsovia, mostrando el ambiente achacoso y asfixiante que explotaba en una atmósfera cargada de perdición y azufre. Hasta que un suceso romperá la monotonía. La llegada a casa de un evadido del campo de concentración judío sito al lado de la residencia de los tres pequeños hermanos. Un fugado que será tratado como un infectado por los vecinos mayores, y al que Zbyszek parece querer ayudar. Sin embargo, un escalofriante plano final que muestra el campo de concentración judío que tanto inquietaba al pequeño vacío de presencia humana pondrá un aterrador punto y final a un vector tintado con un aura emparentada con el cine de terror más escalofriante.
Y llegamos al final con Gota de sangre. El episodio de mayor metraje y también el más potente e inolvidable. El mismo se abre con una serie de planos fijos de escasos segundos de duración que radiografían las fachadas derruidas de los edificios un barrio judío libre de vida. Tras esta inquietante presentación, observaremos una especie de nacimiento. El de una niña que aparece de las profundidades de un sótano al atisbar la marcha de los oficiales nazis que oteaban el horizonte. El silencio aplastará los corazones del público. La cámara se dedicará solamente a perseguir a esta niña de diez u once años a través de sus pasos sin sentido y su mirada confusa. La soledad del apestado al que nadie parece querer dar cobijo. De una infante que será objeto de burlas por parte de un grupo de gamberros que la ridiculizarán al encontrarla deambulando por un desierto paraje instándola a rezar un padre nuestro. La pista definitiva. Nos hallamos ante una niña judía. El silencio se romperá cuando la niña se atreve a mendigar en una casa habitada por una familia que parece estar celebrando algo. Un diálogo vacío, amenazante que ofrece una respuesta clara: una conversación puede resultar más vacía que cualquier ausencia de palabras. Pero llegará la esperanza. El arribo de la pequeña a casa de un doctor amigo de su familia que la ofrecerá un refugio en casa de una conocida, a la vez que documentación falsa para camuflar los orígenes de nuestra heroína bajo el nombre cristiano de Marysia Malinowska. Con su nuevo pasaporte llegará a un orfanato que da cobijo a niños privados de familia, escondiendo asimismo a infantes judíos. El arribo de dos oficiales de la Gestapo supondrá todo un desafío para la falsa Marysia… quizás un examen imposible de aprobar.
Tres pequeñas historias protagonizadas por tres pequeños con alma adulta. Un alma a la que fueron forzados por imposición de sus mayores. Tres perlas dramáticas moldeadas desde un neorrealismo irrenunciable gracias a esos planos en exterior, lejos de todo artificio y maquillaje. A esos bosques misteriosos que encierran múltiples enigmas en su seno. A esas calles moradas por personajes reales con sus taras, sus arrugas, sus canas, sus ropas roídas por el uso y por unas miradas ausentes incapaces de atisbar cualquier halo de esperanza. Un retrato de la supervivencia en un infierno terrenal que sacude la aquiescencia. Un cuadro dantesco, de héroes de pequeño tamaño pero gran valor humanista, hecho que hace imposible no empatizar con las desventuras y padecimientos de unos niños que ansían la normalidad en un entorno derrotado por la amoralidad. Una cinta que duele en el alma como pocas lo han hecho. Y es que esta es una obra que muestra la terrible desesperación y aniquilación hacia la que deriva la manifestación más cruel del ser humano. Un ser humano atenazado por sus miedos y por ello egoísta y mísero con sus semejantes. Una miseria solo vencida por la rectitud y saber estar de unos niños deprimidos en su abandono, pero que luchan como el soldado más entrenado por seguir en pie a pesar de que a veces las fuerzas no acompañen. Porque Certificado de nacimiento es una de esas obras protagonizadas por héroes de carne y hueso. Una odisea de historias mínimas y resultados máximos, que no se compadece de las desgracias sino que las explora en toda su magnitud con una dignidad que penetra en la conciencia. Un esbozo costumbrista que refleja los hechos cotidianos a vencer en medio de una guerra. Una obra empapada de realismo que se alza como una experiencia de gran calado intimista. Obra maestra.
Todo modo de amor al cine.