El cine español siempre ha tenido un particular interés en explorar determinadas inquietudes y obsesiones a través de etapas pretéritas, acudiendo fundamentalmente a un tejido dramático capaz de dotar reflexiones tan lúcidas como de transformar esa serie de preocupaciones en un triste espejo articulado por ciertos complejos que nunca han dejado de asolar, ya no una cinematografía, sino un país como el nuestro. En el caso del cine de Agustí Villaronga, sin embargo, el regreso a periodos pasados atiende más a una introspección de esas etapas que nos marcarán como seres adultos y desarrollados, que a la transición en torno a un discurso más político o social que en ocasiones humano. Es quizá por ello que el cineasta mallorquín ha decidido desde aquellos que fueran sus primeros pasos adscribirse a una senda —la más cercana a lo que llamamos cine de género— que siempre se ha mostrado inconformista al construir recorridos adyacentes en terrenos manidos, ya conocidos. Desde una vertiente más pura —como en su debut, la mítica Tras el cristal, o aquella peculiar vuelta de tuerca a su filmografía con 99.9 La frecuencia del terror (aunque esta huyendo, de ahí su carácter, de algunas constantes de su obra)— o incurriendo soslayadamente en algunas de las características de ese cine —donde encontraríamos la premiada Pa negre u otra de sus grandes gemas, El mar—, Villaronga ha sabido dotar de una visión tan personal como distintiva a un periodo no siempre fácil de afrontar, transformándolo en cierto modo en un mero pretexto para hacer de esta parte del ciclo vital (la infancia) un claro precursor de traumas y síntomas a través de los que confrontar la madurez como algo más que un lapso en el que tomar decisiones, donde también hay que aceptarlas, aprehenderlas.
La apariencia dramática —siempre ligada, como comentaba, al fantástico conectado a un horror de lo más extraño— del cine de Villaronga, no ha sido de este modo el único vehículo para perfilar un tono tan característico que resulta difícilmente atribuible a otro autor patrio, y si la membrana genérica ha concedido al autor de la recién estrenada Incerta glòria el medio idóneo para moverse, ha sido entre otras cosas gracias a la concepción de una atmósfera e imaginario fascinantes en torno a una idea de la violencia y el mal tan sorprendente como excepcionalmente cautivadora. Ese rasgo, capaz de someter sus films a través de determinados personajes (Angelo en Tras el cristal, o Núria en la más reciente Pa negre), adquiere en El mar una insólita dimensión al focalizar sus impulsos a partir de la figura de Andreu Ramallo (interpretado con acierto por Roger Casamajor, que estaría de nuevo en Pa negre), un indómito e impulsivo joven que persigue el arquetipo de Villaronga —el mal y la autodestrucción se personan como piezas fundamentales—, pero sin embargo halla en un entorno tan viciado por el pasado como el suyo —Manel Tur, un joven apocado a la fe en su extensión más cruenta y sufrida, y Francisca, en busca de un camino que enderezar— que no hace sino complementar los actos y discurso de una figura inestable.
La oscuridad, los colores tenues y un tanto fríos, la construcción de espacios dúctiles… sostienen un ambiente que se erige como una de las piedras angulares de ese cine angosto, perturbador, donde la observación es un espacio necesario a través del cual entender. Una observación siempre llevada a cabo desde esos primeros compases a través de los que definir un arco dramático, y derivada en las causas y consecuencias de un relato que el espectador debe (re)construir también, debido a la tenacidad de un cineasta más presto a sugerir que a obviar pese a un estilo que en ocasiones se manifiesta explícito no por voluntad propia, sino debido a la transigencia de unos caminos dispuestos a explorar todo ese arco, hasta las últimas consecuencias. Es el inconformismo de una obra plagada de recovecos y aristas aquello que termina amplificando unas cualidades que, a buen seguro, en más de una perspectiva se perderán en innecesarios artificios, pero muestra al menos pasión por indagar en una naturaleza tan extraña como abigarrada, una naturaleza que no por fantástica y aterradora se aleja de aquello que somos, de aquello a lo que pertenecemos, y que en la última secuencia de El mar encuentra una conclusión tan indeterminada como al fin y al cabo lo son las decisiones que nos modelan y nos llevan a nuestra propia naturaleza.
Larga vida a la nueva carne.