Año mil novecientos ochenta. Tras un paseo por la playa con los amigos, Clara llega a su vivienda en el edificio Aquarius para celebrar el cumpleaños de su tía Lucia. El ambiente estival, los niños jugando en el patio, la camaradería entre los vecinos y la superación de una larga enfermedad de Clara llenan de magia el lugar. Tres décadas y media después, el bloque de casas es lo único que sigue como entonces, rodeado por grandes avenidas de rascacielos, largas carreteras y grises centros comerciales. Aunque también continúa allí Doña Clara.
El tercer largometraje de Kleber Mendonça Filho supone una obra plena de madurez que no se doblega a los peajes comerciales, tan comunes en una historia surcada por el sentimiento, con trampas como puedan ser una duración más medida. Tampoco los personajes arquetípicos que sean más fáciles de asimilar para el público por su simpatía. Ni en aspecto formal el uso de ralentizados preciosistas, puestas de sol en el horizonte marítimo cercano o canciones sentimentales en el momento indicado. El film evita todos estos puntos habituales en la cinematografía orientada a seguir un personaje mayor, en su ocaso, muchas veces con un sentido protector e infantil. Pero en el caso de esta producción, Mendoça le da toda su fuerza a una mujer capaz de ofrecer una lección de solidaridad, resistencia, dignidad y ganas de construir un mundo mejor a partir de su individualidad e independencia.
El autor brasileño escribe con la cámara una novela en el sentido más prestigioso del término, porque crea una obra estructurada en tres partes, introducidas cada una por atributos físicos de la protagonista como el pelo. Otros personales —el amor— o bien de la salud. Esta conexión con el universo de la buena literatura se manifiesta en un guión maestro, escrito de manera impecable en la construcción de largas secuencias que evolucionan por la humanidad de los personajes, tiernos, dubitativos, capaces de errar y acertar. Todas las escenas parten de un hecho cotidiano en su planteamiento, supuestamente intrascendente, ya sea una visita a la playa, una fiesta familiar, o esa entrevista en la sección local de un periódico a Doña Clara. El ritmo de los diálogos cotidianos, llenos de autenticidad pero con la sorpresa de un poso filosófico nada forzado que los magnifica. Conversaciones que discurren con la fluidez de una sobremesa apacible, para dejarnos fuera de combate al final. Un material literario precioso y bruto en apariencia. Un guión original que tiene la pasión por narrar de las mejores novelas, con historias cortas, esbozadas en acciones y palabras de los compañeros secundarios, como son ese socorrista chistoso o el obrero agradecido, los dos embelesados por la belleza y encantos de doña Clara. La narración se beneficia por el uso temporal de una elipsis entre la primera parte y las dos siguientes que deja fuera del film un espacio de treinta y cinco años que, mostrado con breves pinceladas del atrezzo o algunas alusiones en los diálogos, ya es bastante información sutil para que los espectadores completen esa temporalidad.
Después de lo comentado podría dar la sensación de tratarse de una película con un exceso de apoyo en la palabra escrita. Nada más lejos del producto que tenemos la suerte de ver proyectado en la sala. El director utiliza todos los elementos a favor. Un metraje de dos horas y veinte minutos que parece breve, por el desarrollo creciente en interés de unas secuencias, planteadas como piezas largas que parten desde lo cotidiano hasta llegar a lo extraordinario. Una sutilidad al sugerir momentos de felicidad como los de la tía Lucia, homenajeada por sus parientes mientras recuerda en su mente la plenitud sexual de su juventud, sobre el mismo piano y muebles en los que tuvo sus encuentros pasionales. La entrevista que le hace una joven periodista a Clara, como crítica musical que fue cuando trabajaba, un encuentro que dota de sentido al poder afectivo de los recuerdos materiales, con esos vinilos, CD’s, libros y demás objetos que tiene el valor inmediato e inmenso de la memoria para sus dueños. La lucha que mantiene con templanza e inteligencia la protagonista, contra los propietarios del resto del edificio que lo pretenden demoler, para sustituirlo por un rascacielos moderno, contienda ejemplificada en secuencias que juegan magistralmente con el fuera de campo y el sonido. Incluso los elementos más desprestigiados como el zoom acelerado o planos tomados a pulso, tienen la misma importancia descriptiva que los planos secuencia al inicio del film y en el tercio final, ‹travellings› con una puesta en escena impecable que siguen a Clara por las escaleras.
Sonia Braga es la cómplice necesaria que regala una de las mejores interpretaciones, no solo de su carrera, sino de lo que va de siglo en el cine mundial. Es curioso que la actriz resurja otra vez cada como el ave Fénix, para corporeizarse en uno de sus papeles por los que ha sido reverenciada internacionalmente, contemporánea en sus épocas concretas. Así lo hizo en Doña Flor y sus dos maridos (1976). Veinte años después en Tieta de Agreste. En aquellos casos enamoró, mientras que ahora también logra la eternidad. Doña Clara fue una de las películas mejor valoradas de 2016 cuando solo se había proyectado en festivales, incluso aquí en Cine maldito. Probablemente se mantendrá en este 2017. Ojalá este valor sirva para resistir, para regresar a lugares y recuerdos, como ese edificio de hogares llamado Aquarius. Un símbolo vital, un vestigio humano que los poderosos, sin duda, preferirían enterrar.