La lógica de la huida hacia la supervivencia plasmada en Parabellum acaba en un callejón sin salida, o más bien retorna a su planteamiento inicial al plantear una metonimia narrativa que ayuda a la construcción de un relato introspectivo que, como se verá, es esencialmente pesimista. El reducido grupo de personajes que abandona la ciudad al comienzo del metraje para embarcarse en el aprendizaje del instinto más primario del ser humano pertenece a la misma estructura que ha provocado su destrucción. Este interesante punto de partida deforma ligeramente un aspecto de nuestra realidad que, como individuos, ignoramos para no pervertir el orden establecido. Este es, el actual sistema que (nos) conduce al progreso alberga un doble caos latente que, tarde o temprano, tiende a quebrarse. Por una parte, la razón de ser del ciudadano, aquella que implica el sentimiento de utilidad a la sociedad, conlleva al aislamiento y a la soledad, al caos interior; de ahí que las primeras secuencias del largometraje muestren sonrisas falsas, silencios incómodos y diminutos personajes deambulando por pasillos y espacios vacíos. Por otra parte, el ya mencionado progreso no puede tener estabilidad si quienes lo promueven carecen de ella, lo cual genera a la larga un clima destructivo tanto físico como institucional, un caos externo dibujado en las estelas de humo que dejan los misiles al surcar los cielos.
Lukas Valenta Rinner elige articular su debut entorno al principio dramático que presenta un conflicto que, pese a mantenerse apartado en todo momento de la acción, provoca el continuo de los acontecimientos. El skyline bombardeado, que únicamente se muestra en el horizonte del plano final, alude al contexto pre-apocalíptico de la película. Este recurso ha encontrado en los últimos años un prolífico terreno de experimentación en el canon de la ciencia ficción (a la cual también podría adherirse Parabellum), cuyos resultados han recibido erróneamente la etiqueta de minimalistas demostrando la incoherente importancia que aún hoy se sigue dando al apartado técnico frente a la profundidad del relato. Ahí quedan las propuestas de Vigalondo con Extraterrestre, Coherence de James Ward Byrkit u Otra tierra de Mike Cahill, cuyos limitados presupuestos implican la eliminación de los efectismos visuales, resaltando de esta forma el factor humano del argumento.
No obstante, este ingenio para ahorrar costes de producción no parece ser la razón del planteamiento discursivo de Parabellum, y aunque tampoco existe un interés por explicar la causa del conflicto ni por ahondar en los personajes sí que hay una voluntad por estudiar su comportamiento. El cineasta libera a sus actores en un espacio antagónico a aquel del que han huido y observa sus reacciones de la misma manera que se observa una bacteria al microscopio. Aquí el ejercicio de investigación no tiene un componente humanista sino antropológico, y remite a esa aséptica disección del comportamiento humano situacional propia de las obras de Ulrich Seidl. En este asunto, Parabellum acierta de lleno en su representación de ciertas lacras de nuestra sociedad. Los personajes acuden a un resort en mitad de la selva que hace las veces de escuela militar para la supervivencia, donde realizan prácticas de tiro y de defensa personal al tiempo que disfrutan de largas sesiones relajantes en el jacuzzi. Sin embargo, como autómatas que son no integran la menor emoción en sus actos, lo que remite a una muerte interior, un desencanto vital.
Aquí Valenta Rinner no muestra un mayor interés por el individuo más que como actante de la situación en la cual le proyecta. El ser humano es para el cineasta una herramienta en manos de una situación concreta sobre la que no tiene poder de decisión y es incapaz de modificar. Es un centinela de su propia condición, se defiende de algo que le ha sido impuesto y le provoca el inevitable desencanto. No hay nada que pueda hacerse con él más que dejarle interactuar con su entorno, que le pone a prueba constantemente. De ahí que en las últimas secuencias del largometraje, la supervivencia física se convierta en un entrenamiento espiritual a través de largos silencios contemplativos.
Finalmente, nada de todo lo anterior provoca en el individuo un progreso; ese mismo progreso cuyo fracaso le obliga a dejar su espacio de falso confort en la ciudad y penetrar en la selva, en territorio desconocido que previamente ha sido neocolonizado para el disfrute turístico, lo que vuelve a hacer referencia al cine de Seidl y su obsesión con el capitalismo destructor. La autoconsciencia de la individualidad conlleva a la pérdida del ser humano, que está abocado a su propia destrucción. El último plano muestra un hombre, solitario y en una embarcación ruinosa, conduciendo la barca lentamente hacia la ciudad en llamas, su único y verdadero punto de apoyo. Se cierra el ciclo, se vuelve al planteamiento inicial, ya que la sociedad que entra en conflicto con la naturaleza humana es, pese a todo, la estructura indispensable para su supervivencia.