En un mundo devastado que parece sufrir un inverno permanente, Edgar y OK —su perro— viven solos desde hace mucho tiempo. Por fortuna, un día el joven ve un nombre desconocido, escrito en el mural de su refugio: Anna. Parece que ya no seguirán los dos solos.
Nos encontramos ante una de las mejores películas del 2015, exhibida desde el Festival de Sitges del mismo año y que incluso ha sido nominada a los premios Goya 2017. Una producción extremadamente cuidada, con exteriores en la ciudad ucraniana de Prypiat, cercana a uno de los reactores de Chernóbil, rodada en formato panorámico, con un uso inteligente de los efectos especiales a base de fondos y diversas capas integradas en los planos. Sin olvidar un trabajo coordinado de dirección artística, fotografía, sonido y partitura musical totalmente profesionales. Un film destinado a reunir premios y con bastante atractivo para llevar al público a las salas. Por suerte para el resto de estrenos españoles en concreto y para los films de ciencia ficción en general, se trata de un cortometraje que ha recorrido el circuito de festivales especializados en formato breve y género fantástico. Aunque llegue a rozar la duración de un mediometraje, Graffiti es una obra de treinta minutos sin contar los títulos de crédito finales, un factor que complica su difusión fuera de aquellos certámenes cinematográficos o las salas comerciales.
Un escueto cartel informativo aparece sobreimpresionado en la pantalla. Ya han pasado “siete años tras el incidente”, fecha en la sucedió una catástrofe que se sobreentiende, además de no tener que justificarla con coartadas científicas ni filosóficas, ampliando así el aspecto aterrador de los escenarios. A pesar de todo, el sol ilumina las calles llenas de edificios abandonados, un paisaje cubierto por la nieve. Allí la vida se mueve todavía, representada por un hombre joven y la mascota que lo acompaña. La rutina diaria de ambos supervivientes, que marcan con un círculo las zonas habitables y con un asterisco las peligrosas porque aún mantienen índices de radiación en el ambiente. La sencillez de ambos símbolos ya expresa el tono esencial de un guión escrito por Quílez y Javier Gullón, muy bien estructurado, punteado y con los giros necesarios. Mediante una labor de escritura en la que se despoja de los diálogos, monólogos, voz en off y explicaciones superfluas, sustituyéndolos por lenguaje audiovisual puro, con acciones, gestualidad, sonidos y la pericia de Oriol Pla, un actor que se mimetiza siempre en sus personajes, asomando toda su capacidad introspectiva en la mirada, la forma de andar, las posturas y un semblante expresivo de calidad silente, pero contenido. El intérprete lleva sobre sus espaldas toda la emotividad en cada escena, mientras que el director planifica unas composiciones que sacan el mayor partido a la estética visual del scope. Con un ritmo que fluye entre planos de diferentes escalas y ángulos visuales. Como ejemplo esa secuencia en la que el joven escribe con un bote de spray las siglas SOS, desde un plano detalle de cada letra hasta un plano general en picado que muestra la azotea donde las pinta.
También destaca el uso que hace de la palabra escrita, en inglés, con una vocación universal evidente para conseguir además una distribución internacional. Un prodigio de ritmo con esos mensajes cortos que se cruzan en el mural. Textos básicos que definen la psicología y situación personal de los dos protagonistas, tanto si aparecen en pantalla como si permanecen fuera de ella.
Lo más recomendable de todas formas sería dejar de leer estas líneas y lanzarse a disfrutar una de las mejores películas recientes, sin que haya que menospreciarla por su duración. Deja con ganas de ver más sin necesidad de alargarla ni un segundo.