A estas alturas, es complicado abordar un trabajo como Timecode sin hacer referencia a los múltiples premios y nominaciones que ha ido cosechando desde que viera la luz, empezando por la Palma de Oro en Cannes al mejor cortometraje y terminando por una nominación al Oscar que supone el broche de oro (gane finalmente o no) a una trayectoria festivalera sencillamente impresionante, en la que también destacan sendas nominaciones a los premios Gaudí y Goya. ¿Qué tiene la obra de Juanjo Giménez Peña que ha encandilado tanto a todo el mundo? Parece obvio que su autor ha sabido tocar la tecla exacta para concitar la admiración y el reconocimiento de públicos muy diversos, por lo que lo primero que cabría señalar es el olfato de su realizador no sólo para conectar de forma tan evidente con el público, sino para hacerlo de un modo original, elegante y humilde. Puede que la clave de su éxito radique en los temas que maneja (un romance que germina sutilmente en un entorno gris que facilita la identificación del respetable) o en las características más distintivas que lo definen (la sublimación de una realidad decepcionante por la vía del musical), pero es innegable que sin el talento de Giménez Peña a la hora de coordinar estos elementos la cinta no hubiera llegado donde ha llegado.
Porque lo que primeramente atrae del cortometraje es la habilidad con la que se desarrolla la anécdota que centra su trama, su proceder intrigante que termina desembocando en una comunión de insospechados espíritus afines y en una bella historia de amor en la que no hace falta mostrar ni un solo beso en pantalla; aquí el amor nace del reconocimiento, del diálogo entre dos cuerpos en absoluta libertad y sintonía, enfrascados ambos en un cruce de mensajes de amor cifrados en el lenguaje eterno del musical. El éxito mayúsculo de otro musical reciente, La La Land, certifica la vigencia del poder de este género teóricamente en desuso para hablar, desde el aquí y el ahora (esto es, desde nuestra cotidianidad viciada de gestos mecánicos y alienantes), de la capacidad de la música y de la danza para evocar la materia de la que están hechos los sueños, esos que quizás sólo el cine puede materializar. Giménez Peña lo sabe e integra magia y cierto sentido de la maravilla en el prosaico escenario en el que tiene lugar la acción, usando con ingenio las diferentes cámaras de seguridad del parking en el que trabajan los protagonistas para orquestar ese pulso entre unos personajes enamorados de la danza y del amor.
Timecode triunfa, pues, porque sabe narrar una historia clásica y universal (la superación de un presente desalentador y solitario y la consecución de la consiguiente y ansiada felicidad, enraizada, en este caso, en el ejercicio de una vocación inesperadamente compartida por quien menos lo esperábamos) de un modo bonito, inteligente y hasta divertido, pues su autor no se ahorra algún detalle cómico estimulante. Y aunque servidor no llega a percibir auténtica grandeza en ella, entiende perfectamente los motivos que han hecho del film uno de los ‹sleepers› (en su condición de cortometraje, obviamente) del año: es una película hermosa y cargada de optimismo que te deja con una sonrisa boba en la cara al finalizar.