Fue el título Granny’s Dancing on the Table y la despreocupada imagen de una joven en un frondoso bosque lo que me incitó a ver esta película, desconociendo todo lo que pudiese relacionarse con su contenido o el significado de esa (aparentemente) bucólica imagen apostada bajo la tipografía.
Sólo sus últimos instantes, cuando el frío ya había recorrido todos mis huesos, me proporcionaron esa extraña tranquilidad que supone haber recibido lo que mi imaginación me había prometido sin consultar con los límites de su directora.
Granny’s Dancing on the Table provoca lágrimas internas, porque la rabia no permite demostrar su existencia. Duele con una potencia turbadora. Nubla tus conocimientos cuando cuestionas, una vez más, cómo valorar algo destructivo y desolador teniendo en cuenta que su narración es pulcra, lejana a la pornografía sentimental, capaz de conmocionar por su construcción, dominando su historia, no tu reacción, y aún así, permitiendo que fluya una exacerbada imaginería a través de la nada para acompasar su leves impulsos.
Una vez cerrado el telón, acercas la mirada con ojo clínico a esa imagen promocional y ves que el rostro ceniciento tiene un tono apagado, con alguna marca enrojecida por un golpe y la mirada inexpresiva del desconocedor del mundo. Dolor.
En esta historia hay un antes y un ahora, para que el antes instale los débiles cimientos que dan forma a su realidad actual. El pasado viene relatado por una voz infantil, acompañada por figuras que con un aspecto rudimentario van recreando acontecimientos en stop-motion. Sus rostros y sus cuerpos carecen de expresividad, son tristes y zafios, tan cruentos como lo que representan. Se introduce a intervalos ciertos detalles del presente, de un padre y su hija, del bosque que los esconde como si de un secreto se tratara su existencia. Sus diálogos son escuetos y sus voces casi inaudibles, como si el silencio estuviese más comprometido con la charla que cualquier palabra que pudieran emitir de sus bocas.
Entre el ahora que contempla un imperceptible paso por el mundo basado en la subsistencia, y el relatado pasado, tan feroz que nos convierte en estacas expectantes, nos sumimos en un purgatorio de títeres donde todo se centra en un eje principal: la mujer. Mujer como madre, como mártir, como estrella decadente —con un fulgor que pierde fuerza con el paso del tiempo—, pero también como niña que pierde su esencia al crecer y que lleva el peso de toda una genealogía de mujeres cuya vida solo fluye en el interior.
Hanna Sköld sabe lo que quiere contar y lo que quiere que el espectador descubra por si mismo. Sujeta un legado tortuoso al formato de cuento infantil: una niña que lee un libro, una reconstrucción con muñecos, cuando los adultos carecen de asertividad y el relato es crudo y asfixiado. Cuando se aleja del ‹stop motion› no hay espacio para el concepto de felicidad, lo único que importa es el crecimiento de esa niña, arropada por un paraje verde y muy vívido dando a entender que es la naturaleza quien se impondrá sobre cualquier normativa social no aplicada, el instinto que para una niña, en su paso a afrontar su forma de mujer, se puede expresar con una situación muy precisa, aunque todas las figuras masculinas intenten anular esa esencia.
La película vapulea continuamente el (general) concepto cerrado de belleza y pasión, los destruye visualmente, pero utiliza su concepto, se expresa en esos términos tan amenazantes hacia la intimidad que reproduce el odio más latente. Sin duda Granny’s solo se puede abordar desde los sentimientos que produce, todavía no consigo calibrar su resultado con claridad: me encanta, sinceramente me fascina, y al mismo tiempo me aterra que consiga ese efecto, porque recordarla me entristece y destapa miedos y furias que no surgen cotidianamente y que sorprendentemente llegan desde algo tan ajeno, con un final extrañamente liberador.
La problemática de vivir el cine (y no siempre conseguir llorarlo).