Vivimos sumidos en una sociedad repulsiva. En medio de todas las barbaridades acontecidas día a día dentro y fuera de nuestras fronteras; auténticas atrocidades, de mayor o menor escala, que los medios de comunicación se empeñan en exhibir sin ningún tipo de pudor, reina un clima de corrección política, mojigatería y autoflagelación que, poco a poco, extiende sus garras aterrorizando a las mentes más despiertas. Figuras públicas y anónimas piden disculpas diariamente en redes sociales por haber ofendido a algún individuo o colectivo en un ejercicio de auto-censura que, lamentablemente, está tendiendo a abrazar disciplinas que deberían encontrarse libres de todo tipo de control, entre las que se encuentra el séptimo arte.
Por suerte, aún quedan genios en el cine que apartan ese halo de estupidez moralista y recuerdan sin decoro alguno y secuencia a secuencia a sus espectadores quiénes son, abogando por esa naturaleza inherente al ser humano en la que la flema y descontrol desean campar a sus anchas sin limitación alguna. Nadie como un veterano consagrado en el noble arte de la controversia con —mucho— cerebro como Paul Schrader para dar un puñetazo sobre la mesa y, en noventa minutos exactos, regalarnos con su nuevo trabajo esa dosis de incorrección sin cuartel que muchos pedíamos desesperadamente y, de paso, dejar en pañales a la inmensa mayoría de thrillers de espíritu ‹pulp› e ínfulas transgresoras que podamos recordar.
Si se tuviese que definir Como perros salvajes (Dog Eat Dog, 2016) con una palabra, esa sería, sin lugar a dudas, “exceso”. Cada escena, cada elemento formal, cada línea de diálogo… todo, absolutamente todo parece calculado y vomitado sobre la pantalla sin pudor alguno para alimentar al monstruo ávido de estímulos primitivos que llevamos dentro. Su delirante paleta de colores que pivota entre la saturación más estridente y el blanco y negro del «noir» por excelencia, su montaje espídico, su humor con regusto a los Coen a medio camino entre el absurdo, la negrura más densa y el mal gusto más exquisito, o el tratamiento descarnado, seco y a su vez caricaturesco de la violencia son sólo un puñado de ejemplos de la amalgama de recursos que Schrader despliega en lo que podríamos llamar su «narrativa lisérgica».
Por suerte, no todo se queda en la fachada. Mirar más allá de su planteamiento base como thriller criminal y la retahíla de bestialidades varias que nos ofrece el filme es hacerlo al Paul Schrader guionista de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) o director de Hardcore: Un mundo oculto (Hardcore, 1979); a ese autor que paralelamente a la polémica y las premisas delicadas nutre a sus relatos con un drama existencialista que, en el caso de Como perros salvajes y sus tres peces fuera del agua protagonistas —en este caso ex presidiarios que no congenian muy bien con la libertad— ayudan a apreciar el conjunto por encima de la gamberrada cocainómana y ultraviolenta.
Como perros salvajes no es una película sencilla de digerir ni enfocada para todo el mundo. Lo casi experimental de algunos de sus pasajes, su desparpajo formal y lo demencial de su narrativa pueden chocar fácilmente con el público que busque un thriller convencional. Para el resto de valientes con ganas de uno de esos desmadres que logran dibujaros una sonrisa en la cara y os hacen dudar de vuestra integridad como persona al ser cómplices y disfrutar de tamaña celebración de lo sórdido y lo grotesco, creedme, esta es vuestra película. Y de los demás también, aunque se nieguen a reconocerlo.