Maren Ade aterrizó en 2003 en el mundo del largometraje con Los árboles no dejan ver el bosque. A partir de este inicio prometedor, que se hizo con el Premio Especial del Jurado en Sundance, todo fue a más. En 2011 abordaría los problemas de pareja a los que nadie escapa con Entre nosotros, vista con buenos ojos en el Festival de Venecia. Es ahora cuando, siete años después, la alemana vuelve a ser objeto de atención con Toni Erdmann, su último trabajo. Cada nueva película de esta joven directora suma una complejidad que, más allá de ser distinguida por la suma de elementos nuevos, se caracteriza por suponer una vuelta de tuerca sobre unos temas básicos que surgen desde un principio y que recorren su escueta filmografía. Es por ello que lo mejor es partir de esa génesis de la que todo brota.
Los árboles no dejan ver el bosque supuso la aparición en el terreno cinematográfico de una joven de unos 26 años que llegó para sorprender desde el inicio. Construida en base a una técnica sencilla y sin artificio alguno de la que emana gran parte de su encanto, la primera película de Maren Ade retrata el fragmento de vida de una joven que viaja del pueblo a la ciudad para comenzar a dar clases en un instituto. Pero las aspiraciones pronto chocan con la gruesa realidad. Toda muestra de apertura hacia lo nuevo resultará un abrazo al vacío. Los pasos dotados de una ambigüedad que oscila entre la energía tosca que imprimen las nuevas vivencias y la inseguridad inevitable que produce lo desconocido pasarán de discurrir por un idílico camino de lirios a embarrarse en una ciénaga infecta. La imposibilidad de una unión armónica con el otro será el desencadenante de una actitud desesperada hacia la consagración del reconocimiento. Una actitud que estará movida por una fuerza que procede de lo más puramente humano y que insta al individuo a buscar a otro para juntarse por cualquier medio. Este desfase en el comportamiento, unido a la alucinada visión que quiebra la mente de un espacio inmenso que separa distancias físicas cortas, terminarán por tornarse en un empujón forzoso hacia el abatimiento.
Son precisamente estos dos elementos, el del comportamiento impaciente y el de la extensión amplia entre dos personalidades que no cuajan, aquellos que aparecen en cada película de la cineasta de Karlsruhe, aunque con ciertas variaciones. Si en la obra de la que venimos hablando Melanie, la protagonista, intenta encontrar de manera amable primero pero perseverante después la aceptación de su vecina; será en Entre nosotros donde una pareja agota las posibilidades de sus atractivo natural y lucharán por superar la incompatibilidad que comienzan a descubrir mediante acercamientos y tomas de distancia bruscas e impertinentes, dando lugar a un juego dialéctico entre la vida del intelectual y la existencia del apegado a la tierra.
Toni Erdmann no se queda atrás en este sentido, planteando las estrategias radicales que desarrolla un padre como última opción para lograr acercarse una hija que parece que ya no le comprende, lo que abre un abismo entre los dos. Una tercera exageración de la conducta (a modo de máscara, y en este caso literal) y de individualidades que en el fondo quieren dejar de serlo que resuelve Maren Ade con una maestría ya consolidada.
Los elementos que la cineasta utiliza de manera reiterativa no se reducen tan solo a esto, aunque sí pueden considerarse como los nucleares. Otros decoros que aparecen en todos sus trabajos, como las representaciones de árboles en las habitaciones o las referencias al feminismo y a las actitudes femeninas o masculinas en los hombres, es seguro que también tendrán su explicación y deberán ser objeto de ahondamiento. Es por ello que insto al lector a que investigue sobre esta inmensidad de detalles que puebla la obra de esta directora fantástica. Esperemos con ansia otros siete años para poder disfrutarla de nuevo.