No sabría decir si resulta más una curiosa coincidencia o un acontecimiento de lo más apropiado que lo nuevo de Carles Torras coincida en el tiempo —y en cartelera— con la que es, sin duda alguna, la película del momento: La La Land (La ciuad de las estrellas, Damien Chazelle, 2016). Y es que a pesar de encontrarnos ante dos largometrajes obvia y radicalmente opuestos que parecen no compartir absolutamente nada, los cimientos sobre los que se erigen pivotan, hasta cierto punto, en torno a una temática común que invita a hacer una sesión doble de buen cine tan demencial como interesante.
Callback se revela como la “cara B”, oscura, satírica y retorcida de la visión sobre la persecución de nuestras aspiraciones y del sueño americano que proyecta Chazelle en su musical. Aquí el colorido, la espectacularidad del trabajo de cámara, el atractivo físico de los personajes y la hermosa ciudad de Los Ángeles es sustituido por una imagen sucia y lívida dominada por el estatismo y una sensación de asfixia constante, un protagonista, Larry, de aspecto y actitud tan malsanos como de innegable magnetismo, y una ciudad de Nueva York tan desalentadora, gris y hostil como la que retrató Martin Scorsese en su Taxi Driver (1976).
Es precisamente el brillante empleo de la Gran Manzana para narrar el descenso a los infiernos a medio camino entre el thriller y la comedia —muy— negra del disfuncional protagónico en su cruzada personal por convertirse en actor de anuncios televisivos uno de los mayores atractivos del filme. Ver a Torras aprovechar la arquitectura de la ciudad y la disposición de sus barrios y zonas más reconocibles como un elemento narrativo más es un auténtico placer. El director se empeña en reflejar la magnificencia de Manhattan, símbolo del triunfo, desde la lejana decadencia del Brooklyn más suburbial, reforzando la lectura sobre la polarización de la sociedad norteamericana del filme y obligando a su antihéroe a recorrer las enrevesadas y congestionadas concatenaciones de autopistas que separan ambos distritos como si del exasperante camino hacia el éxito se tratase.
Pese a contar con secundarios de lujo como Timothy Gibbs o Larry Fessenden —uno de los habituales en el indie de género norteamericano actual—, Callback se alza, ya desde su proceso prematuro de gestación, como un show de un solo hombre. Coescrita a cuatro manos entre el propio Carles Torras y el actor Martín Bacigalupo, la cinta transpira en secuencia a secuencia todo el mimo vertido por los coautores a la hora de construir una personalidad tan grotesca como la de Larry. Sus gestos, sus matices, su mirada hueca y ausente y, sobre todo, esa escalofriante voz grave y de modulación impostada justifican sobradamente tanto el visionado del largo como los premios a mejor actor, guión y película que atesoró en la pasada edición del Festival de Málaga.
Callback puede alejar al espectador que espere una narración y estructura fluidas que siga la estela de los thrillers tipo contemporáneos en los que el suspense y los giros argumentales están por encima de todo. Todos los valientes que decidan ampliar sus horizontes cinematográficos se encontrarán con una obra tan deliciosa como enfermiza que, más que una historia, refleja un estado mental retratado a través de una ciudad y de los ojos de una suerte de Travis Bickle del siglo XXI que convierten a Callback en una de las cintas patrias más incómodas de ver y, a la vez, disfrutables, de la temporada.