Como sucedía en Holy Motors, donde un bosque impreso en una pared camuflaba una puerta que comunicaba con una realidad alternativa, al inicio de Mimosas también aparecerá un paisaje (en este caso, el Atlas marroquí) dibujado sobre la superficie de una modesta casa de típica construcción local. La subsiguiente transición de la cordillera dibujada en la pared a la cordillera física (de la representación a la realidad representada) sucede sin más. Laxe sugiere el salto entre realidades, pero nunca explicita las reglas que rigen la narrativa de esta película libre y desafiante, cuya reformulación del cine de aventuras no se detiene únicamente en la reverberación mística de un viaje que es (como suele ser norma) tanto físico como interior, sino que se permite trastocar las normas que suelen delimitar los contornos del relato tradicional, entreverando por lo menos dos niveles distintos de ficción y obligando al espectador a asumir el impacto de algo que le sobrepasa y cuyo significado desconoce o simplemente intuye. Lo curioso es que eso tampoco importa demasiado. En otras circunstancias, uno se frustraría ante la ambigüedad y la falta de certezas de que hace gala la película. Pero Laxe parece confiar tan ciegamente en el poder de su esquiva narrativa, y esta se despliega de un modo tan puro, sorprendente y hermoso, que no resulta difícil dejarse arrastrar por la fuerza poética de sus imágenes y por su insólita candidez fabuladora, a la vez tan moderna y tan deudora de la ancestral tradición del relato oral.
Se ha citado a Werner Herzog para referirse a Mimosas, y no sin razón: viendo a los personajes vagar, desorientados, por los imponentes parajes naturales que se suceden durante los escasos noventa minutos de metraje, no cuesta evocar las odiseas físicas que experimentaban los protagonistas de algunas de las obras más conocidas del alemán, como Aguirre, la cólera de Dios. Con este clásico, por otra parte, la película también comparte una dimensión espiritual fundamental que se activa precisamente al entrar los personajes en contacto con un entorno cuya extraordinaria belleza (captada de forma conmovedora por la cámara de Mauro Herce) enmascara no pocos peligros: de la dureza del clima a lo escarpado de rutas y caminos, pasando por grupos de bandoleros de aviesas intenciones. De este modo, el viaje, que se inicia desde el descreimiento y con el foco puesto en el materialismo (su protagonista, Ahmed, accede a transportar el cadáver de un jeque a través de las montañas hacia el territorio de Sijilmasa —casi tan mítico, por imposible y ansiado, como Shangri-La— únicamente por la recompensa económica que le reporta y pese a desconocer el camino o si tal empresa es siquiera posible), acaba derivando hacia una búsqueda progresiva de la fe, catalizada por la presencia de una figura enigmática (¿un guía de otra dimensión? ¿un ángel guardián?) a la que pone voz y cuerpo el actor no profesional Shakib Ben Omar.
Como le recuerda este personaje que parece surgido de una película de Pasolini, «si tú intentas hacerlo bien, yo lo haré mejor». La travesía por el Atlas marroquí se transforma lentamente en un viaje de iluminación en el que la fe, en uno mismo y en los demás, es vital para alcanzar el objetivo, algo que se apreciará en un último tercio en el que los personajes deben afrontar un conflicto que se presume irresoluble. «Lo conseguiremos con amor», afirma Shakib, ya imbuido de un halo de verdad que deslumbra a Ahmed hasta transfigurarlo, hasta revelarle una parte oculta de sí mismo que se destaca por la dignidad, la integridad y el idealismo. La aventura, así, se ennoblece y mistifica, al tiempo que la narración rompe cualquier atisbo de lógica espacio-temporal y entronca de lleno con un territorio fantástico libre de normas, pero no de belleza. Amor, finalmente, es lo que ha guiado a Mimosas, pese a la exigencia que su ritmo pausado y contemplativo ha requerido de los espectadores menos pacientes: amor por una forma de contar despreocupada, inédita, y por una imágenes que resplandecen y emocionan (verbigracia, el retiro del jeque entre las brumas de la montaña, pero hay muchas más). Poco más le hace falta al filme de Oliver Laxe para perdurar en la memoria, ni siquiera ser perfecto: a pesar de sus irregularidades o de sus ligeras caídas de atención, ofrece una experiencia diferente al tiempo que soslaya los vicios de cierto cine de autor abocado al vacío mediante humildad, atrevimiento y un muy genuino, trascendente y depurado sentido de la maravilla.