De organismo capaz de distinguirnos del resto, a reflejo personal a través de una reconstrucción que no es sino una forma de volver a pasado, vivir el presente y proyectarse hacia el futuro. Ese trayecto, vivido en el cuerpo de Ainhoa tras una delicada situación, sirve como eje central de Arreta, que tras la mastectomía realizada debido a un cáncer de mama inició un particular recorrido para colmar y regenerar ese espacio ante el cual afrontar un proceso no únicamente corporal: también mental y afectivo. Ese espacio a llenar es mostrado por sus autoras, Raquel Marques y María Zafra, como una extensión entre el periplo de Ainhoa y esos espacios capaces de marcar tanto su evolución como de definir aquello a través de lo que comprender el cuerpo precisamente como algo más que eso. Aquellos lugares que podrían resultar vacíos, los llena pues la protagonista no únicamente con una exteriorización de lo que en definitiva puede encarnar, sino también con un discurso mimetizado precisamente en esa significación que adquiere el cuerpo tras una intervención tan compleja como definitoria, donde aquello que podría perder su valor como tal, no hace sino reafirmarse y dotar de la importancia necesaria a una disertación firme, sin dobleces y con un sentido que por momentos cobra vida tanto a través de la palabra como a través de la imagen.
Arreta se muestra así sugerente, como otorgando razón a pasajes que bien podrían ejercer como interludios, pero que en realidad alimentan esa visión adquirida por Ainhoa durante el proceso de aceptación y superación de su enfermedad: para ella el cuerpo pasa a ser algo más, y alejarse de las estadísticas o entrever gracias (o no) a una sala uniforme y desapacible su verdadera imagen no hacen sino dotar de otra dimensión a aquello que cobra valor casi sin esperarlo. Los planos y pasajes resultan de este modo más meditados de lo que se podría presumir en un principio ante un proceso como es el de reconstrucción —ya no el emprendido por la propia Ainhoa, sino también por el grupo formado por sus compañeras en torno al propio documental—, y Arreta encuentra en ellos una especial significación al otorgar memoria y reflexión a un acto que en realidad, y en otro contexto, no pasaría de resultar uno de simple encubrimiento, de enmascaramiento de una particularidad establecida debido a algo fortuito, pero al fin y al cabo parte de uno mismo.
La pérdida —y la paradoja que ello conlleva— no hace sino reformular un texto en el que todo parecía orientado y descrito por la protagonista, pero donde la providencia —siempre parte importante de ese foco redirigido por las cineastas— dota de un tan absurdo como relevante giro a un relato que no hace sino adquirir matices gracias a la graduación —y el representativo acto de voltearla, en última instancia— de una mirada que arroja más de lo concebido a una crónica teñida no sólo por la propia vindicación tras la situación vivida, también por lo sentimental, por ese trayecto donde el vaciado y la mirada —en no pocas ocasiones enfocada al pasado, como en ese repaso fotográfico a un día cualquiera, o la vuelta al lugar de la operación— adquieren una magnitud tan importante como el propio desarrollo de un documental cuyos propósitos, lleguen más o menos lejos, no dejan de enfocarse a ese proceso en una doble vertiente —la del recorrido y su filmación— indispensable para el devenir de la propia protagonista.
Larga vida a la nueva carne.