1865. Una fecha exacta, inequívoca, y ante ella un espacio desconocido. El western continúa dando pasos como género mutante, y es que ante el auge —que no consideración— de otros géneros más celebrados, su revitalización no deja de pasar por una revisión y deformación de códigos ineludible para sus intereses. Es como Daniel Barber construye a través de ese precepto un universo ajeno. Sí, en él están las claves que nos llevan a la inquebrantable naturaleza de un género irredento, pero también a una dimensión que (des)compone ese carácter en busca de otras vías para cimentar un discurso donde lo racial da paso al género (femenino) y se cimienta en un territorio ajeno, de extraños mimbres. A través de esa disposición, Barber otorga una sensación de vacuidad al espacio aferrándose a una pulsión post-apocalíptica que en realidad no es tal: no existe un reflejo o lugar que nos conduzca a esas constantes, sino un sentimiento engarzado a través de la crónica propuesta sobre el que se ciernen una desolación y nostalgia palpables, algo jamás subrayado y en todo momento evidenciado a través de los detalles, de esos pequeñas piezas mediante las que En defensa propia toma cuerpo, consciencia.
Ese terreno ajeno que se cierne sobre el armazón del western —las elipsis y fracciones, la carencia de un texto previo al que aferrarse, su enrarecido ambiente…—, lo hace también sobre la base discursiva de un film en el que toda evidencia es despojada de su raíz. Los episodios que marcan el destino de cada una de las protagonistas, no muestran (sólo) un pretexto para ahondar en una condición protectora e incluso arrebatada, sino la esencia de una naturaleza (la nuestra) que no se comprende sin actos ante los que subsistir, ante los que aprehender nuestra propia capacidad. Ese es particularmente el destino de un alegato que se torna en algo mucho más poderoso que una clara disertación femenina, es también el significado de cómo reaccionar y proteger una libertad individual a costa de perder aquello que nos encarna como lo que somos. No hay, pues, un mensaje llano y conciso en la mirada de Barber, sus bifurcaciones entablan un diálogo más complejo que se pronuncia tanto a través del poder de unas imágenes persistentes, como de una simbología férrea, capaz de rearmar pasajes de improbable trascendencia y de hallar en un simple objeto mucha más intención de la asumida en un principio.
Lo constante, lo tangible, queda de este modo apartado en un film que, lejos de otros intentos —dentro y fuera del western—, se aleja de lo burdo y lo obvio. En defensa propia posee una dirección tan clara como difusa: sus objetivos se funden con un territorio donde aquella vindicación superflua que podría ejercer Barber a través de unos márgenes evidentes, termina por disiparse en un firme discurso donde lo visual y alegórico vertebra el relato. El último plano no puede resultar más revelador, y esa huida emprendida a lo largo de todo el film se diluye en un lienzo cuya significación se antoja tan elocuente como dolorosa, pues no logra sino indagar en una esencia causante de que al enfrentarnos a una cinta como En defensa propia dirijamos nuestras miradas en torno a un fondo (el del género) que ya deberíamos haber dejado atrás.
Larga vida a la nueva carne.