Quienes lo conocen, sabrán que Albert Serra hace tiempo se creó para sí mismo un personaje controvertido con un gran cínico humor. Serra es un tipo joven, pero muy viejo, de 41 años. Como hemos visto ya en Cineuropa —al menos en dos ocasiones— no sabe presentarse en público con otros ademanes que no sean la provocación y la arrogancia. Personalmente ignoro si lo hace porque le da la gana o porque es víctima de su propio producto. La cuestión es destacar sobre sus propias películas o exponerse como un reclamo para asegurarse cierta audiencia. Y así, un tipo con mucho talento, se hace pasar por un gran misántropo con un amaneramiento y un discurso a contracorriente bastante caduco y machacón a estas alturas: que si Scorsese y Coppola son unos vendidos, que si el cine español está abocado al fracaso, que si los actores profesionales son odiosos, que si él es el único director patrio que aporta buen cine y demás.
Convencida de que sólo es una pose, una “falsa soberbia”, intuyo que su actitud puede funcionar para convencer a cierta parte de la grada de que sus obras están llamadas a trascender a no sé qué reino celestial del séptimo arte. Pero también creo que se trata de implorar que nos sentemos y no escapemos del patio de butacas. En definitiva, se trata de hacer ruido.
A unos les horroriza este Serra. A otros, les divierte su comportamiento en público. A mí me interesa más su película, La mort de Louis XIV, pese a que en su presentación en Santiago, quiso ser más protagonista que su propia criatura. En cualquier caso, como gran polemista, queda claro que no le gusta pasar desapercibido. Y lo consigue siendo la comidilla de cada charla y levantando expectación en un festival, por el cual —agradecemos— se prodiga a menudo. Ya lo hizo hace tres años en el Teatro Principal cuando recogió su premio Cineuropa. Y esta vez de nuevo —para presentar su última cinta en un único pase—, recalcando que su cine es el mejor de las últimas cuatro décadas en España. Y esta, en particular, la cuarta mejor película del cine español después de la segunda y la tercera, también suyas. Ignoramos cuál es la primera.
Esa pose, ese ego desmedido, sus bromas, resulta que no son necesarios. Entre otras cosas porque su trabajo sencillamente es bueno. Realmente es bueno. Nunca llegará al gran público si continúa en estas lides. Ni desde luego lo pretende. Pero en Cineuropa nos gusta este señor raro. Y La mort de Louis XIV es, como merece la ocasión del luctuoso hecho histórico, majestuosa.
Serra describe la película —en uno de sus días modestos— como un producto «sencillo», «en el que se da unidad de espacio, tiempo y acción». Lo dice, parece que con ello desmereciendo el gran ejercicio técnico y estilístico de la composición de luz y planos de esta obra. Con sus declaraciones, es cierto, nos hace el trabajo a quienes escribimos sobre su película. Así que mi labor en esta ocasión, no consistirá en dar más titulares sobre sus declaraciones, siempre polémicas —curiosa actitud en el cine de autor para destacarse por encima de su creación—, sino en elogiarla hasta donde se merece.
Concebida en origen como ‹performance› para ser interpretada por el propio Jean-Pierre Léaud (Los 400 golpes, Besos robados, La noche americana, El último tango en París) en el Centre Pompidou, Serra adapta la idea y lleva el trance luctuoso a una película de casi 2 horas de duración sin banda sonora (apenas en contados momentos cumbre y escuchándose de fondo). Lo hará, con recursos muy minimalistas de luz y trabajo de cámara.
Hay una habitación, un lecho de muerte, candelabros y un gran ojo impúdico espiando y recreándose en una muerte que nos mira de frente, cuando Léaud —sublime— reta a la cámara posando sus ojos en el patio de butacas durante varios minutos.
Luis XIV se muere. El título no miente. No hay trampa ni cartón. No hay más. Ni recuerdos, evocación de sus glorias, ni otra cosa que su dolorosa agonía, contemplada por la incompetencia de sus médicos y por toda la fauna palaciega. Veremos durante 113 minutos cómo se extingue, cómo la gangrena de su pierna necrosada le corroe. Y veremos también, a mucha gente paseándose por su recámara en el palacio de Versalles.
Sabedor de que sus horas están contadas, el ‹sire› de Francia se convierte en la mona de feria de palacio en un espectáculo deplorable para el espectador. Hay cierta horripilación en observar cómo dentro de la pantalla esos personajes de cera contemplan con parsimonia, sin ninguna clase de pudor, el sufrimiento de un hombre desahuciado al que no se le concede un minuto de intimidad en su última hora. Por sus aposentos pasan monaguillos, cardenales, su confesor, médicos, damas de la corte, charlatanes, curanderos, emisarios, herederos y sus perros de caza. Lo hacen, parece, en una especie de confabulación para enterrar viva la poca honra que le queda a un moribundo.
Es una muerte, en realidad, bastante repugnante. Lo es verle comer, temblar, escucharle deglutir, balbucear y sentir cómo se va. Contemplar cómo ese rictus se apodera de su semblante. Y muy despacio. Con cierta fascinación, Serra coloca un gran zoom —tres cámaras en planos mayormente estáticos_, entre esas cuatro paredes. Quiere, con toda su crudeza, hacernos palpar en primera persona una recreación hiperrealista de una muerte de dolor y olor putrefacto. Y lo consigue.
La agonía es pausada, es parsimoniosa y también solemne. Pero asquerosa. Lenta, porque a Serra le encanta enfatizar en la caracterización logradísima de personajes muy pictóricos de esa corte. Hay infinidad de primeros planos sobre actores, que sí, parecen escapados de cuadros de la época. Mucho se ha dicho sobre Caravaggio y Rembrandt como fuentes de inspiración del trabajo de fotografía. Y algo de eso hay: la película es una pieza de cámara casi documental.
Pese a una fotografía tenebrista de claroscuros y candelabros; pese a la escenificación de una atmósfera cerrada, barrocamente ornamentada, sofocante; pese al silencio sepulcral que domina la interminable vigilia; pese a los parcos diálogos en voz baja, lentos, comedidos, para no perturbar la paz del monarca —tal vez queriendo ganarle tiempo al tiempo— hay dosis de humor calculadas que se agradecen cuando asistimos a la confrontación entre el viejo mundo de elixires o ungüentos y la profesionalización de la ciencia médica.
Pero su director no busca nada más allá que ser cronista a fuego lento de una muerte anunciada. Y eso es lo bueno. Con toda la ampulosa puesta en escena, la ostentación de esa habitación, decorados, vestuario, maquillaje y demás, no estamos asistiendo en realidad a un hecho al que haya que dar más lectura que la propia humanización de un mito. De un hombre que muere, sea el Rey, sea el último paria del reino. Estamos ante la derrota última, la ineludible. La derrota de un rey absolutista contra el más absoluto de los poderes: la muerte.
No hay emoción, ni sensiblería; sólo un hondo e inquietante patetismo. Cierta vergüenza del espectador al descubrirse como voyeur, al verse incitado a profanar la intimidad de un hombre en un momento tan privado.
El gran mérito es la gran expresividad, a la vez contenida, del enorme Jean Pierre Léaud. Una vez dentro de la cinta, él es su alma y su razón de ser por mucho que su director haya dicho que mandaría a Guantánamo a los actores profesionales. Yo, que creo que ha conseguido culminar una película que desde luego recomiendo, también creo que se la debe en gran medida a Léaud. Y a su fotógrafo Jonathan Ricquebourg.
La mort de Louis XIV es cine denso que sin embargo no crea distanciamiento ni debe despertar prejuicios. Es una película accesible para observadores pacientes. Testimonio muy íntimo y directo de una agonía. Un documento audiovisual que se contempla con cierto embrujo e hipnóticamente y que se agradecerá cuanto más guste la recreación en el detalle.
6,60, su nota media del público compostelano.