Allá por el año 1950 Luis Buñuel acometía su propia inmersión en el onirismo dentro del drama social con su apreciada Los olvidados en México. De paso las gallinas adquirían simbolismo propio. Amat Escalante, cuando parece que los siglos son una forma de medir distancias entre el cine de antaño y el actual, ha conseguido con entidad propia mezclar un aspecto amorfo lejano de la realidad con el precario funcionamiento del mundo, dos géneros distantes que al encontrarse utilizan el sexo como el mejor lenguaje para entenderse. Puedo ser más concisa: utiliza dos géneros cinematográficos y hace que follen entre ellos. Literal.
Desde su inicio, La región salvaje nos muestra el tabú como expiación. En cierto modo aquello que una sociedad sobria rechaza genera una corriente en la que todos necesitan mantener una doble cara, la que mostrar al público y la que desatar, para bien o para mal, en la intimidad. Los deseos se convierten en demonios que alteran el libre funcionamiento del humano hasta llevarlo a la situación violenta. Sobre la violencia de la calle Escalante ha escrito su propio tratado a través de sus películas hasta llegar aquí, donde la misma se exime de la forma para puntualizar su presión sobre las personas que aparecen en pantalla.
La historia va del éxtasis absoluto a las consecuencias, pasando por el proceso crítico de una sociedad donde mujer y hombre no juegan un mismo papel, y las necesidades carnales no resultan satisfactorias para ninguno de los dos al no poder expresarlas con ninguna libertad, empezando por la privación que el individuo mejor desarrolla sobre sí mismo y que le lleva a un instinto básico: el miedo. Temer de uno mismo. A partir de la representación de una familia convencional desarma el rigor de su débil construcción, expirando esa perfección en pequeños gestos y grandes mentiras que les aglutina a la vista de los otros pero que consigue que choquen en los términos más sencillos.
Para ello utiliza ese rincón ajeno, una pequeña cabaña en un bosque apartado del núcleo social, un único elemento confortable en su composición y un ser extraordinario interno en él que sirve para purificar en un inicio y herir en su avance. Lo que parece demasiado bueno nunca puede durar. Como un recurso similar a una droga, deja que todos pasen de un modo u otro por este recoveco sensorial para desplazar su mente hasta la inexistencia. Un modo de levitar ante el goce más puro.
Pero hay un exterior acechante e incontrolable, plagado de simbología —materializado a partir de imágenes religiosas, o incontrolable como los luminosos parajes naturales o brumas oscuras que seducen al caminante que quiere encontrar el placer prohibido— que siempre nos devuelve a la posición incómoda. Escalante confronta así al individuo y a la sociedad, a lo correcto y a lo instintivo, para emplazarnos en un cotidiano México cuyo peligro no es una mente conjunta, es la imagen creada como aceptable que se emplea para sobrevivir al país —o a la humanidad por defecto—.
Por momentos provocadora, La región salvaje nos sitúa frente a sensaciones palpables, dando una forma y una posición concreta a los deseos ocultos, los que no se aceptan, utilizando como vehículo al extraño que llega para tentar y desnaturalizar algo tan nuestro como un despertar sexual (tardío) al llevarlo hasta la extenuación. Entre el retrato costumbrista y la ensoñación más vaporosa, Amat Escalante vuelve para desmenuzar los comportamientos más básicos, casi animales, en un terreno donde pobreza y apariencias dan pie a un discurso totalmente creativo e hiperbólico.