Cineasta que personalmente me desconcierta, pasa de una cosa a otra con cierto desparpajo y libertad, abordando temáticas y formas muy dispares. Lo hace sin pudor, con cierta habilidad para no resultar pedante, a veces con un humor muy blanco. Otras —en Frantz—, queriendo dar trascendencia filosofal a sus obras pero sin lograrlo en esta ocasión. En su película más formal y academicista. Y es que no. Ozon, no es un todoterreno. Tampoco es Lubitsch, en cuyo título Remordimiento (Broken Lullaby), se basa esta cinta.
Drama romántico que partiendo de bellas formas e interpretaciones conmovedoras arriesga acercándose por varias veces al remilgo casi ñoño. Rondando la catástrofe, Ozon consigue contenerse en el último instante para no traspasar esa delgada línea que habría dado al traste con su proyecto convertido en folletín. En lugar de eso, ofrece un precioso envoltorio a un caramelo que se prometía delicioso, pero que sólo es eso: bonito.
Me corrijo a mí misma: hay romance, cierto, pero si esta que escribe tuviera que priorizar un género, la destacaría como cine político y ante todo profundamente antibelicista. Pese a estar ubicada temporalmente en 1919 —año de la gran infamia, aquel en que en Versalles se reunía la Troika de la época para humillar a la joven nación alemana tras su derrota en la Gran Guerra—, la película es rabiosamente actual.
¿Por qué? Por el giro a la ultraderecha, a la xenofobia y a esa amenaza permanente que a cada poco pone en jaque la fragilidad del eje franco-alemán que vertebra esta Europa sobre una espina dorsal de mantequilla. Francia y Alemania son las verdaderas protagonistas de esta historia. Es fácil ver hoy resurgir de lejos los fantasmas del pasado. Y en definitiva, de 1919 a 2016, pareciera que en poco han cambiado ciertas cosas.
¿De qué trata? En un pueblo alemán después de la Guerra, un joven excombatiente francés, Adrién (Pierre Niney), deposita flores sobre la tumba de su enemigo de armas, Frantz.
Anna (Paula Beer), prometida del difunto, descubre a Adrién e inevitablemente las ansias por saber qué relación une a ambos jóvenes, la llevan a citarlo a una reunión en casa de sus suegros, pese a la reticencia inicial del padre, para quien todo fracés es —indefectiblemente— responsable de la muerte de su hijo.
Pese a ser especialmente triste, reposa sobre una fotografía melancólica, es esperanzadora. Los individuos pueden sobreponerse al rencor de las guerras que el poder político busca a toda costa en aras del expansionismo y so pretexto del nacionalismo como excusa para todo. Una pareja de antagonistas puede amarse, mentirse piadosamente, superar su enemistad y reconciliarse. De ahí el antibelicismo de Ozon: en la reconciliación y la superación del rencor radica la lectura de su obra. O de la de Lubitsch, para ser justos.
El cineasta francés vuelve a recrearse en la mujer. Sus actrices son maravillosas. Paula Beer, mejor actriz «nueva» en el Festival de Venecia, es el alma de la película. Sin ella, sin su fragilidad, esta cinta carecería del sentido trágico de su esencia. En realidad, carecería de cualquier sentido. Por eso es de alabar su dirección de casting. Artística y técnicamente la cinta es impecable.
Pero hay un resto importante: una película de poco más de hora y media no puede hacerse tediosamente larga. Sí, su ritmo es pausado, porque se detiene en la belleza de sus imágenes. Los espectadores somos observadores de la estética, pero forzarnos a la contemplación asceta como a penitentes, es otra cosa.
Tampoco debe repetirse lo que ya se nos ha contado como ocurre en varios momentos abundando en lo anterior: su relativamente corto metraje se hace de más. Ni echar anzuelos para jugar al despiste, esbozando un halo de suspense sobre una narración que no tiene vocación de tal y, cuando mucho antes del final hemos previsto su desenlace. Darle un aire Hitchcockiano a esta historia no tiene sentido. Y resulta ciertamente tramposo. Como también queda forzado colar artificios que, siendo totalmente innecesarios —»el momento Casablanca»— lejos de dignificar esta historia, la ridiculiza.
Por eso vuelvo a insistir en que Frantz es una obra destacable en sus interpretaciones, en cualquier aspecto de su apartado artístico y en su técnica fotográfica. Pero hace aguas narrativamente.
Frantz ha cosechado buenas críticas y satisfecho al público compostelano que le regala por el momento y hasta nuevo pase, un generoso 8,01. En este festival, Ozon es un consentido presente en al menos 4 de las últimas 5 ediciones.
Yo, rebajo esta notaza a un —creo— merecido 7 por su maravillosa interpretación femenina y su preciosa colección de postales bucólicas jugando al blanco y negro y al color. Efectivo recurso estético, aunque no demasiado original, el de dar color a los recuerdos felices e ideales, y un sobrio y respetuoso blanco y negro a la realidad de la postguerra, la derrota y el luto.
En suma, el buen hacer del director es indiscutible y el conjunto armonioso pese a su guión, manifiestamente irregular. Se le perdona, por la belleza de la composición en su resultado final.
Lo dicho, desconcertante Ozon para bien y para mal.
Como la autora, comparto el desconcierto acerca de Ozon ( quizás, su burla con los espectadores de sus películas ) y su apariente discontinuidad: las películas más inteligentes, seguidas por otras de una vulgaridad astronómica. Pero desde siempre el autor demuestra algunas preferencias, y una de ellas – a lo mejor no percebida por Raquel Q en esta película – la opacidad de la real base de las relaciones humanas parece permear la obra. El juego – o broma – que hace cuando sugere mucho más que una simple amistad entre los dos hombres y su subsequente mutación, abre una miríade de posibles interpretaciones, todas las cuáles mutantes y frágiles a su vez. Para mi, en Frantz, Ozon nos ofrece la posibilidad de preguntarnos desde que bases(sexuales, simbólicas, ideológicas, etc.) se estabelecen los afectos humanos, algo que por sus infinitas relaciones e espejismos, nos resulta inconclusivo. Pero por inconclusivos, no dejan de inpirar reflexión, siempre bienvenida. Perdonad por el malo español, no es mi lengua nativa.