Entre un tifón y el siguiente transcurre la vida de la familia Shinoda, reunidos en una zona residencial humilde de la gran ciudad. El devenir de Ryota, un novelista a la espera de inspiración para su segunda obra. Su hermana Kyoko, una pastelera casada, aburrida y con dos hijas. Junto a Yoshiko, la madre viuda de ambos, se suceden varias conversaciones, encuentros y la visión de las dificultades de cada día.
Meses después, por fortuna, todo fue una falsa alarma tras el estreno de Nuestra hermana pequeña. Terminada la proyección de la penúltima producción dirigida por Hirokazu Koreeda, quedaba una sensación incómoda, como hallarse ante un callejón sin salida con esa nueva exploración de la familia y su observación apaciguada sobre la deriva de las cuatro hermanas. Un método narrativo que parecía destinado a repetirse de la misma forma que sus temas predilectos, tramas que discurren por sus historias acerca del amor, las relaciones intergeneracionales, el desapego, el abandono y los vínculos de sangre.
Como guionista, director y montador de sus largometrajes Koreeda es un autor total que sigue trazando una filmografía, cada vez más prolífica, en sintonía con un interés narrativo creciente. Tras una apuesta más rutinaria que supuso el film anterior, ya citado, el cineasta recupera fuerzas y amplía su campo narrativo con un largometraje que occidentaliza, incluso americaniza sus formas, sin renunciar a su sello japonés de raíz. Gran parte del cambio de registro lo propicia la elección del protagonista, ese cuarentón separado que trabaja como detective privado por necesidad, escritor por vocación y ludópata empedernido, por desgracia. Todo un perdedor más propio del cine negro clásico, o de la renovación genérica norteamericana y europea, de los años setenta. Un personaje visceral, inmaduro, auténtico motor en una trama de chantajes e intrigas que vertebra la parte central de la película. Koreeda desarrolla estas secuencias dedicadas al investigador, con un tratamiento más propio del género criminal, aislándolas del resto del metraje, aunque con la habilidad suficiente para que aquellas no afecten a la estructura de melodrama humanista que vertebra el largometraje al completo.
Gracias a este equilibrio de fuerzas expositivas, el conjunto gana con la energía del protagonista, presente ya desde la primera secuencia, fuera de campo, por mencionarse solo en los diálogos entre la madre y su hermana. Una conversación que ya aporta datos físicos como su estatura, inteligencia e irresponsabilidad. Gracias a las excelentes actuaciones de un reparto formado por caras ya conocidas en realizaciones anteriores del cineasta, un elenco de actores y actrices cómplices a Koreeda con Kirin Kiki e Hiroshi Abe al frente, la madre y el hijo, respectivamente. Ella en un registro cómico que dinamiza todas las escenas en las que interviene. Gracias al atractivo de la viuda que encarna, funciona como una matriarca que une generaciones, personajes enfrentados como los de Ryota y su hermana por un lado. O él mismo con su ex-mujer e hijo, por otra parte.
La maestría del director se aprecia en la progresión emocional del film, con esa parte final graduada por la tormenta a la que alude el título. Una secuencia desarrollada en la pequeña casa de la viuda y el parque adyacente a su bloque de viviendas. Koreeda saca partido de los dos escenarios, con una seguridad expositiva que solo necesita situar la cámara a la altura de los ojos de sus personajes, algunos planos de situación encuadrados en picado, desde la terraza del apartamento. Y esa plasticidad que dota de cercanía visual al tobogán con forma de pulpo, bajo el que se refugia de la lluvia la familia. Una plasmación gráfica que saca belleza a las calles, manzanas y edificios similares a los que se integran dentro de cualquier barrio con origen y población obrera en metrópolis pobladas. Una fotogenia evidente en la captación de las figuras y su entorno, como filigrana visual y emotiva, que conecta con Jiro Taniguchi, un artista del comic, tan nipón como universal. Llevamos años pensando que el bueno de Hirokazu Koreeda era un discípulo de Yasujirô Ozu, que por temas puede parecerlo. Y, sin embargo, sus logros actuales entroncan más con la destreza de la novela gráfica.