Kiyoshi Kurosawa se aleja de su espacio común y conocido, Japón, para realizar un clásico instantáneo. No es su intención convertir Le secret de la chambre noire en un film inolvidable, son sus recursos, sacados del cine más clásico que mezcla drama, intriga o terror, lo que da ese aspecto añejo a una historia que vive en nuestra actualidad. Para ello Kurosawa monta un tríptico con el que manejar los tiempos de su relato: un arte antiguo, una culpa recurrente y una codicia contemporánea.
De modo inmersivo nos lleva a un barrio de las afueras de París para introducirnos en una vieja y enorme casa de reminiscencias góticas, de la que nos llega el olor rancio de un polvo inexistente sobre muebles majestuosos, donde un joven se presenta para cubrir un trabajo de aprendiz —uno de esos que parecen inexistentes ahora, la oportunidad del ignorante—. Dentro de la casa se abren las puertas de una nueva estancia y el olor es fuerte y penetrante, productos químicos y madera maciza, el lugar por excelencia de esta trama, en el cual el deleite tiene forma de daguerrotipos. Un fotógrafo ya de vuelta de todo, obsesionado con esta técnica fotográfica, utiliza a su hija como modelo, vestida con ropajes antiguos, con la intención de repetir obras perdidas, con la fijación de concebir inmortalidad sobre un baño de plata. La excepcionalidad de esta técnica es crear elementos únicos e irreproducibles, puesto que la misma lámina sobre la que se genera la imagen es tanto el positivo como el negativo, y su fragilidad es tal que no se aconseja su exposición. Al mismo tiempo para una reproducción perfecta necesita largas proyecciones del prototipo a reproducir en una misma postura. De ahí su título original, La femme de la plaque argentique (La mujer de la lámina de plata), que evoca esos estados de inmovilidad como paso que seguir ante la obtención de la imagen perenne (y errática, tal vez espectral, sólo queda recordar las fotografías que se hacían antaño a los muertos como si se tratara de muñecos de trapo en una exposición).
Con esta simple elección Kurosawa justifica una historia donde siempre encontramos puntos que conecten con el pasado, y con la simultaneidad que estas fotografías proporcionan, aunque a simple vista parezcan un elemento con el que adornar un misterio, una excusa para atormentar a los protagonistas.
Este tríptico se apoya en tres personajes que den vida a sus pilares: el fotógrafo interpretado por Olivier Gourmet que arrastra una obsesión con su mujer, la culpa; el aprendiz (Tahar Rahim) en el que impera una pasión sin rumbo definido, la codicia; y la modelo (hija, amante), a quien da vida Constance Rousseau, un nexo de unión para ambos, el sutil encuentro de almas y miradas inquietas que con su rostro inocente, de existencia por estrenar, siempre incide en lo voluble de los estados mentales ajenos, para ambos imprescindible con distintos matices. Tal como parece, Kurosawa no da puntada sin hilo.
Lo que sigue se basa en la intriga y la omnipresencia de la elegancia, cada personaje carga con unas intenciones que cuando convergen son capaces de transformar todo lo contado con anterioridad, para aportar dobleces y recovecos, siempre centrándonos en esa gran casa que parece respirar a un ritmo propio, vive por momentos para hablar de los muertos que alguna vez la habitaron o que en un futuro acogerá. Un gran caserón nunca puede defraudar como lecho de unos, como motivo de especulación de otros, pero siempre como escondite de secretos: un espacio para mentiras, otro reservado al romanticismo y todo tamizado con un despotismo inamovible. Si la mayoría ve una nueva lectura sobre las neuras de Hitchcock en la película, lo cierto es que su vertiente sobrenatural da algunos pasos más allá de lo obvio, aunque su construcción nos dé las pistas suficientes para llegar a conclusiones anticipadas.
¿Qué sería de un buen clásico de fantasmas sin una escena enterrada entre las marchitas plantas de un invernadero? Por momentos las redenciones de los personajes me recuerdan a Suspense (The Innocents) de Jack Clayton, aunque aquí la pureza no juegue un partido importante, justo al contrario. Es la opción de negar lo evidente la que ayuda a recrear esa inocencia perdida de la que todos parecen presos.
Kiyoshi Kurosawa no trata de engañarnos con Le secret de la chambre noire, no se sirve del susto premeditado ni de la sorpresa introducida a golpe de cañón, sus vaivenes por distintos registros son ligeros y adaptables, porque siempre remiten a un mismo punto, pareciendo equidistante cualquier escenario que les separe de ese gran caserón, donde todo debe ocurrir. En ocasiones su forma de traernos a la actualidad parece rebuscada y carente de sentido, pero por lo visto no quería perder la oportunidad de introducir una crítica social sobre la que basar el instinto de supervivencia. Su reducido elenco es más que suficiente cuando lo que intenta es evolucionar los personajes hasta su desgaste emocional, rayando siempre la locura y el histrionismo, pasados de vueltas como si se encontraran encerrados en la representación de una tragedia griega, más sentidos de lo habitual, perdidos en sus propias cabezas sin llegar a conformar, al final, una imagen clara de lo que allí sucede.
El director ha salido de su Japón natal, sí, pero nadie se ha dado cuenta al saber aprovechar los recursos para que nada resultara ajeno en esta evocadora narración donde la culpa es masculina y el tormento femenino, que parece surgir de uno de los daguerrotipos allí expuestos, un reflejo de la realidad sutil y frágil, que quedará para la posteridad encerrado entre tinieblas. Le secret de la chambre noire representa una decadencia marchita y distinguida que da pie al recuerdo de que cualquier tiempo pasado (en el cine) siempre fue mejor. Al ver cualquier otra película ya cambiaremos de idea.