Poco le ha bastado a Adam Wingard para convertirse en uno de los cineastas de género más refrescantes de los últimos años, y es que para ello el de Tennessee nunca ha requerido propuestas que indaguen en aspectos renovadores de un cine que ha conseguido dominar a través de la estética y la construcción de personajes —ahí está una de las mejores «final girls» de los últimos años con Sharni Vinson en Tú eres el siguiente, o el carismático y contundente protagonista que encarnaba Dan Stevens en The Guest—. Es por ello que quizá afrontar una posible secuela de El proyecto de la bruja de Blair podía estar en manos del cineasta indicado, pues la búsqueda en un cine ajeno de una identidad propia siempre ha llevado a Wingard a establecer unos vínculos tan sugerentes como juguetones, como si el hecho de reflejarse en aquello inherente —aunque lejano— a uno mismo fuese el principal engranaje de unos artilugios que demuestran tanto cierta pasión como ganas de disfrutar y hacer disfrutar a través de aquello que tanto él —como aficionado al género, suponemos— como el espectador, asió algún día por bandera, como representación personal a través de un nexo emocional que el cineasta busca en esa maniobra de escapismo, ajena a toda gravedad y pretensión.
Pese a esa cualidad de escapista, de cineasta hábil para encontrar en sus espejos cierta identificación, estaba claro que tomar como base El proyecto de la bruja de Blair otorgaba un handicap muy importante en el proceso de creación: el contexto, cuasi inamovible ante una propuesta de las características de la cinta firmada por Myrick y Sánchez, y un carácter no tan lúdico —desde sus adentros— como el cine que reverenciaba y reflejaba en su visor Wingard. Así, Blair Witch se podría entender desde una determinada perspectiva como la modernización de su referente, y hasta cierto punto un homenaje sometido a los iconos creados por el tándem autor del original. Porque en el fondo es lo que es, el cineasta no busca aquí extirpar una esencia para, a través de ella, reproducir una serie de códigos creados y moldeados mediante un poderoso manejo del medio, más bien atribuir al esqueleto del relato primigenio una exposición renovada aunque invariable en el fondo. Y es que, aunque parezca mentira, la sensación que uno tiene ante Blair Witch es la de que Wingard siente demasiada fascinación por el material original como para ejercer una transformación que quizá engulliría la naturaleza de su antecesora. El armazón central de su nuevo trabajo permanece de este modo inmutable a los cambios formales, pero no obstante son estos los que terminan traicionando esa condición marcada que poseía El proyecto de la bruja de Blair por un horror tonal, de sugerentes tintes. El autor de The Guest apuesta en ese sentido por un estruendo, por una modernización mal entendida que, como no podría ser de otro modo, termina llevándole a los peores males de ese cine devorado por sus propias características, y estalla en una conclusión donde se confirman los malos presagios que apartaban la versión de Wingard del sinuoso camino trazado por Myrick y Sánchez, reemplazando las virtudes de aquella por una atronadora torpeza.
No es que Blair Witch sea un mal trabajo, pues aunque abandona aquellas singularidades que hicieron, para bien o para mal, de El proyecto de la bruja de Blair un film a rememorar, a tener en cuenta gustase o no, las soluciones de Wingard como cineasta logran que el transcurso se siga con interés, aunque en realidad no reconstruyamos sino aquella crónica a través de los ojos de unos personajes en los que no se busca profundizar tanto —pese a la coartada dramática—. El problema reside en el hecho de que, más allá de sus cualidades —ciertamente las tiene, como ese intento por amplificar la mitología en torno a la bruja— y sus defectos, de haber entregado un trabajo mejor o peor, ha entregado uno convencional. Simplemente convencional.
Larga vida a la nueva carne.