Para los solitarios el silencio no se presenta como un problema y la amistad es algo que tomar muy en serio, porque ya que ofreces algo de tu propia cosecha, quieres que sea a la persona correspondiente, adecuada, nada de perder el tiempo. Swiss Army Man nos presenta un espejo de la vida, algo decorado y con formato peculiar, a partir de un solitario y sus circunstancias, entre ellas un cuerpo en descomposición que le servirá como terapia para volver a descubrir todo aquello que nos rodea. Mundo, he vuelto.
Las flatulencias y procesos escatológicos varios que dan ritmo a esta historia son meras excusas para convertir en liviana una reinvención de algunos temas básicos, casi lógicos como el amor, la muerte, la dificultad de volver a aquel lugar que consideras perdido. Los directores, que llegan del universo del videoclip, un formato corto pero intenso y totalmente maleable, saben adaptar los micro-relatos que van surgiendo de su hilo central. En este hilo, mientras uno enseña el otro asimila de forma literal, y escuchar esa literalidad nos devuelve a la trampa del lenguaje, siempre ajena al propio sentimiento del bien y del mal. Algunos aluden al tono en como se dicen las cosas, pero si lo extingues, si simplemente encadenas palabras, todo nos lleva a la confusión del novato. A la contra, cuando el muerto razona, el vivo disfruta en exclusividad de los múltiples usos de un cuerpo básico, en apariencia inútil pero, por extraño que parezca, toda una lección de vida para el que pensaba en morir.
Swiss Army Man es, por encima de todo, divertida. Tiene una facilidad única para sorprender. De las migajas extrae elocuencia, de la basura construye castillos, de un móvil, un tercer personaje con el que acrecentar el elenco aunque sea de modo silencioso. Con esto construye una especie de película paralela de mumblecore que vive dentro de la misma, con su ración de amor, perdedores y luces brillantes en las que envolverse. Es por ello que los micro-relatos que citaba antes funcionan tan bien: porque con una sesgada visión crean un universo, como esos náufragos que llegaron a un lugar indeterminado —quien sabe cómo— y consiguen orbitar la esperanza de que algo ocurra, no importa el que, jugando con su vertiente fantástica y dramática a la vez.
Este par de Daniels también introduce la música como un elemento vivo, ya sea para hacernos partícipes de la historia reciente jugando con nuestros recuerdos como logra con Jurassic Park (nos ha pillado en pleno equilibrio con nuestra infancia) o regenerando el musical momentáneo, por cómo adapta los sonidos que emiten los dos protagonistas (se podría llamar también cantar) para recrear alguna sonata que consiga inundar la pantalla.
El pop 3.0 (que gran invención la mía) surge aquí para generar unas bases, para olvidar que estamos ante dos hombres perdidos en el bosque hablando sin parar. Porque lo hacen, como metralletas o desganados, de modo discursivo o a gruñidos, pero así consiguen reinventar nuestras ideas preconcebidas sobre la comunicación, para crear unos lazos únicos, dependientes, intensos y aquí su gran logro: totalmente abstractos e imposibles, rompiendo la barrera de la realidad.
En Sitges dicen que Daniel Radcliffe supera a Paul Dano (le han dado a él el premio a Mejor actor), pero no se puede concevir un personaje sin el otro, una marioneta con conceptos no es mejor que el titiritero con miedo al mundo que le maneja, y sin los hilos que les unen no habría magia.
Días después le puedes dar vueltas y más vueltas a tus recuerdos, pero resulta complicado devolver a tu cabeza una película y que te siga haciendo sonreír como sí consigue Swiss Army Man, una película totalmente consciente de su momento, de su discurso, de su festividad interna.
Amistad entre raros. No hay nada mejor.