El amor es ciego.
Escribir sobre lo que nos dejó Sitges en la punta de la lengua mientras el traqueteo de un Talgo mece las letras más de lo normal se me antoja la forma más romántica de afrontar esta película, Mon Ange.
¿Qué sería de la invisibilidad sin un poco de amor? Lo cierto es que hasta ver Mon Ange ni se me había pasado por la cabeza, siempre pensamos en la invisibilidad como superpoder que elegir en las encuestas en redes sociales sobre héroes —a no ser que estés lleno de ira y los puños de Hulk te resulten más atractivos—, pero no lo concebimos como una opción diaria a no ser que tengas como naturaleza la inusitada torpeza por la que quieras en más de una ocasión… desaparecer.
En Mon Ange es precisamente lo contrario lo que se defiende, visibilizar al que no tiene piel. A lo largo de la película somos los ojos de Mon Ange, porque él no tiene presencia. Desde un primer momento el relato se edulcora a conciencia, nos recuerda algunos buenos detalles de ilusionistas como Jeunet, y se permite la libertad de recurrir a la incomparecencia para narrar una historia lírica, con la tristeza precisa y llena, desbordada en realidad, por el amor subcutáneo.
Desde su nacimiento Mon Ange (así se llama el protagonista) es un secreto, pero sus creadores (Harry Cleven y Thomas Gunzig dejaron que fluyera su inspiración) se encargan de adaptar nuestra conciencia a su estado de invisibilidad. Nadie lo percibe pero nosotros tenemos clara su existencia, es un misterio que se encargan de materializar para sus futuras aventuras, aunque no tenga forma. La película sigue siempre una misma estructura: la voz masculina y la presencia femenina, cuerpo y alma separados para seguir un mismo camino, el descubrimiento.
Elina Löwensohn fue lo primero que nos atrajo del film, aquí adquiriendo el rol de madre (el verdadero leitmotiv del festival, por mucho trekkie que caminara por las calles) y su presencia en pantalla, desde su inicio, ya era un anuncio de los espacios cerrados, controlados, reducidos por lo que se iba a mover el joven transparente. Siempre muy cercano a los ojos, los primeros planos son los que recrean para nosotros su realidad, ya que la ausencia visual de uno de los interlocutores nos obliga a aproximarnos al otro para percibir la consistencia ajena.
Llega el momento de pasar de la protección materna a la libertad que de nuevo ata al personaje. Como un jocoso chiste, el chico invisible entabla amistad con la chica ciega ¿no es una relación ideal? El que no ve por el que no tiene presencia. Es el momento de apreciar de otro modo el amor, uno totalmente sensorial, expresivo, se lleva lo físico al suspiro y el vello erizado, sin necesidad de carnalizar la experiencia. Un afecto blanco, sin dobleces, salvo la gran mentira que nadie evita al ser siempre una historia entre dos almas solitarias, sin opiniones ajenas, sin que el mundo se entrometa en su avance. Un secreto.
Ella desconoce su físico, toca sin ser consciente de que nadie pueda verle, no solo ella. Aquí se genera un amigo invisible demasiado real, material, un volumen que es solo tacto, gusto y voz, realmente no se necesita nada más. Pero desean la controversia, una rotura de ese clímax idealista, etéreo, como un sueño forzado del que despertar. Cuando ella tenga vista ¿qué ocurrirá?
Mon Ange es una almibarada ocasión de reclamar la magia sin trucos. El amor, la palabra que he unido a la película a fuego, es su única bandera, y se retrata a base de luz y proximidad, junto a la intensidad de dos personas que no conocen límites pese a estar rotas, con un toque de fantasía que nos recuerda que las mejores historias son las imposibles, y que la felicidad es siempre certera ante el desconocimiento. Como un organismo único, la ceguera hace material todo tipo de sensaciones.
Todos sabemos que el dulzor en la boca se apaga lentamente y es algo que también sufre Mon Ange, salir extasiada de su visionado y perder detalles en su recuerdo, pero el riesgo y la creatividad siguen presentes, aunque sea de un modo más analítico, y convierten este film en una pequeña rareza que visitar un día de lluvia, que el sol podrá asomar por cualquier ventana.