Si en sus primeros trabajos ya sugería una conexión con el cine de género mayor de lo que los resultados daban a entender, Yeon Sang-ho desata en Seoul Station su vocación en torno a un horror que se antoja tan cercano como en sus anteriores films, pero sin embargo se dirige a terrenos mucho menos tangibles de lo que lo hacía en otras ocasiones. El thriller surgió así como detonante que servía para desarrollar inquietudes sociales siempre dispuestas a abrir caminos colindantes para terminar oscureciendo premisas y esgrimiendo un discurso de lo más sólido, y ahora es el terror —mondo zombie mediante— el encargado de continuar dando forma a ese ennegrecido alegato a través del cual disertar sobre una sociedad enferma y sus males.
Quizá ello ya suponga una base lo suficientemente poderosa como para hacer de Seoul Station —primera parte del díptico que cierra Train to Busan— un título reivindicable, pero el coreano no ha querido quedarse en una base discursiva ya de por sí valiosa, optando por dotar de un aspecto formal más acorde con el género al que alude. El esqueleto narrativo del cine de Sang-ho deriva en esta ocasión en un estilo mucho más pragmático, arrancando de raíz un espacio y densidad que siempre habían configurado una de las virtudes centrales de su obra, y lo hace primitivizando unas características que le acercan precisamente con certeza al ‹mondo zombie›. Un ritmo que en pocos momentos rebaja sus constantes y una banda sonora omnipresente, que prácticamente agota sus posibilidades, llevan Seoul Station a un punto en el que ya no hay marcha atrás: el dinamismo y empaque que impregnan al film se alejan de esos valores sostenidos anteriormente por el coreano, otorgando al mismo tiempo una pieza en torno a la cual hacer girar la cinta.
La síntesis efectuada en un cambio estructural —que no estético, donde Sang-ho sigue optando por el mismo estilo— se traslada también a un relato donde, si bien intenta aprovechar todas las aristas del mismo para elaborar un doble juego —algo que ya viene siendo habitual en su carrera—, su sencillez sirve para elevar un tono homogéneo que se distribuye a través de la obra sin más dobleces que las establecidas por la propia crónica. No hay en ella giros de guión o dramáticos que logren que Seoul Station se desprenda de esa presencia tan bien administrada, refrendada incluso en su último acto por un discurso que no hace sino perfeccionar el resultado final.
Siendo, pues, Seoul Station un título mucho más primario que ejercicios como The Fake o The King of Pigs, el cineasta consigue obtener soluciones a la altura de lo que venía siendo su obra, y es que si bien su nuevo trabajo no deja de ser un anexo ciertamente menor y no tan complejo dentro de su carrera, hace del que podría ser su defecto —esa forma de simplificar algunos rasgos de su cine— una virtud al englobarlo dentro de un género, el zombie, en el que sin duda encaja mejor un libro de estilo más directo y práctico. No, obviamente, porque el ‹mondo zombie› haya sido en general ingenuo y algo obtuso —que, en ocasiones, también—, sino por la gran ventaja que concede dialogar en el interior de un universo que ha visto en tantas ocasiones agotadas sus posibilidades, que no podía encontrar mejor elección que volver a una raíz de la que Sang-ho saca suficientes frutos para continuar emergiendo como un valor al que habrá que seguir teniendo muy en cuenta en el mundo de la animación.
Larga vida a la nueva carne.