Cuando hace unos años mientras planeaba su remake de Teniente corrupto el propio Abel Ferrara clamó al cielo diciendo que los responsables de tal afrenta debían arder en el infierno, Herzog reconocía no saber quién era Ferrara, ni por qué debía homenajearlo en su film al no conocer siquiera su nacionalidad. Una simple anécdota capaz de otorgar una ligera idea de hasta donde ha llegado el personaje de Herzog, pero también de llevarnos a la deducción acerca de cual es su intención al plantearse un nuevo trabajo. Y es que, en efecto, el bávaro no busca otra cosa que continuar desarrollando unas inquietudes prácticamente invariables con el paso del tiempo y, con ello, otorgarles el peso necesario al precio que sea. Es así como nace —o lo parece— una Salt and Fire en la que vuelve a esgrimir algunas de sus temáticas recurrentes, y lo hace aunando en un mismo contexto desde aturdidas y elementales reflexiones hasta magníficas tomas naturales marca de la casa e incluso un sentido del humor prácticamente fuera de sí. Todo ello bajo una mirada que en ningún momento deja de mostrar una cierta autoconsciencia: como si Herzog insinuase al público que en realidad todo aquello en torno a lo que gira en Salt and Fire no es sino una mera excusa para continuar exponiendo las obsesiones de una carrera a partir de un prisma que en ocasiones parece fuera de lugar, mientras en otras se revela como la más excéntrica de las formas de reivindicar una actitud, la suya, que da a entender que para él existen cada vez menos modelos o pautas a seguir.
Ello queda constatado precisamente después de una secuencia inicial donde ese carácter indómito sale a la luz: momentos de una comicidad impostada cuya frescura y extraña posición cautivan, un estilo formal a través del que uno podría inferir que el autor de Aguirre, la cólera de Dios ha quedado atrapado precisamente en aquellos tiempos de travellings enajenados y enigmáticas imágenes, e incluso una inconsciencia en la escritura que uno relacionaría directamente con el propio resultado. Todo, en definitiva, para abordar un tramo que en realidad es obvio e innecesario, pero no hace sino constatar que el cineasta sigue más vivo que nunca.
Aquello que, por aludir a un ejemplo reciente, Paul Schrader empleaba para epatar en su nuevo trabajo, Dog Eat Dog, con Herzog no es sino un alarde de personalidad, una reivindicación de carácter que en realidad ni el propio cineasta pretende, pero surge gracias al hecho de mantenerse fiel a sí mismo, aunque sea del modo más extraño posible y lo haga a costa de ciertos elementos que bien podrían torpedear —de hecho, así parece que es, a juzgar por la recepción del film por donde ha pasado— un trabajo que no deja de resultar una voz modesta desde la que transmitir, sin altanería ni mucho menos unas pretensiones inexistentes debido a un tono que sabe en todo momento mantener una distancia y, en especial, incorporar esa faceta más festiva.
El resultado desigual que ofrece Salt and Fire no es sino consecuencia de la visión de un cineasta en el que parece primar más un discurso que un estilo definido, y aunque ello transforma el film en un insólito vaivén que tan capaz es de impregnar de ese humor ya mencionado el relato sin perder las formas como de otorgar disertaciones sin un vínculo propio, quizá ese singular recorrido es lo que confiere un valor determinado a Salt and Fire, por el hecho de continuar explorando una voz que, pese a lo desigual y extravagante que se muestra, no deja de ser tan misteriosa como lo resultó por introspectiva y tenaz gracias a una perseverancia cuanto menos admirable.
Larga vida a la nueva carne.