La Navidad, ese tiempo propicio para reunirse con los seres más queridos, celebrar e incluso dar rienda suelta a esa vena más festiva cuando uno se queda como Culkin en aquella donde se las tenía que ver con Joe Pesci y su destartalado compañero… sí, Sólo en casa. Sin embargo, a los australianos parece que desde la recuperación de sensaciones pasadas ya todo les da igual, y ni las fiestas de graduación son lo que eran (véase The Loved Ones), ni las empresas familiares tampoco (lo “sugerían” los Cairnes en su 100 Bloody Acres), ni mucho menos la llegada a un país que parece de todo menos apacible.
Safe Neighborhood, como no podría ser de otro modo, se acoge a esa máxima: nada que pudiera ser objeto de celebración en un pasado, lo será ahora. Y así es como un primerizo Chris Peckover —hasta ahora, sólo el ‹mockumentary› había probado sus artes en Undocumented— instaura un tono de lo más naíf en lo que se presenta como un viaje esperado, incluso previsible, para terminar resultando una de esas macabras carcajadas donde las expectativas saltan por los aires y la expresión ‹blow your mind› alcanza todo su sentido. De ese tono, precisamente, uno parece estipular que Safe Neighborhood no va a transgredir más allá de las barreras del inocente jugueteo, en especial atendiendo a los deseos del protagonista del film, un pequeño fanfarrón cuyas aspiraciones ni siquiera parecen reales, en especial a juzgar por un comportamiento a raíz del cual se sugiere el capricho como principal estímulo.
Peckover, atento en todo momento al material que maneja, sabe tanto manipular ese tono a través de una puesta en escena prácticamente impropia de un film de género —cursi, apastelada e incluso coqueta— y de unas relaciones establecidas como lo que son —la impronta de dos críos que apenas levantan medio metro del suelo y hacen de un gamberrismo inocente su (p)articular arma—, como asir un montaje dinámico y acompasado, objeto central de que el film no solamente no se desmorone por su extraña concepción del género, además sea capaz de mantener en vilo al espectador, consciente de una atípica tensión que administran los pocos y certeros golpes que el cineasta sabe asestar durante el inicio del film.
Irremediablemente enganchado gracias al pulso narrativo y la perspicacia de Peckover administrando todos y cada uno de los recursos que tiene entre manos para que la cinta no se hunda como previsiblemente podría suceder, Safe Neighborhood empieza a tomar entonces decisiones importantes y, lo mejor de todo, lo hace sin comprometer por un minuto el tono tan meticulosamente construido por el australiano. Lo fácil (e imprudente), dar paso al verdadero eje central del film —y admitiendo que lo visto con anterioridad no ha sido sino una argucia— a través de un último tercio desbocado, es aquello que evita Peckover con la mayor de las atenciones: a partir de ese instante, todos y cada uno de los movimientos del cineasta parecen milimetrados para que Safe Neighborhood surta el efecto necesario. Humor (muy) negro, sorpresa que se percibe con una extrañez fascinante y una modulación de carácter impecable, que no le lleva a uno a cuestionarse cual es el quid de la cuestión, sino simplemente a disfrutar del mismo modo que intuye lo están haciendo los responsables del film en cuestión, son los ingredientes de uno de esos ejercicios que se termina celebrando casi como aquello que el autor quería negar a sus personajes, pero que al fin y al cabo ellos —desde sus adentros— también festejan: una pura y genial aclamación del género.
Larga vida a la nueva carne.