Un plano semiestático nos conduce a la escena colindante a un crimen y, en el epicentro, una revelación tras la marcha de la ambulancia: un muchacho en bici, escudriñando el terreno. Una cuestión es entonces lanzada al aire: «¿Cual es tu pronóstico, John?»; «Está muerto, sin lugar a dudas» replica el mismo John, protagonista (in)voluntario de ese cuadro inicial.
Apenas unos minutos, y Billy O’Brien ya ha realizado una notoria declaración de intenciones. De la mirada como objeto mórbido, cuasi obsesivo, a un humor que destila tanto negrura como acidez componen el arco en que el irlandés se mueve para introducirnos en el periplo de John Wayne. Pero no se detiene ahí el cineasta y pronto lo confirma; la evidencia deja atrás las insinuaciones y nuestro protagonista desvela su naturaleza: el ‹serial killer› que reside en su interior, no obstante, se detiene en un universo custodiado por normas. Y es que si el mundo de un asesino en serie viene precedido por un cúmulo de patrones, conductas e incluso preceptos, ¿por qué no iba a tener un muchacho, que parece su vivo reflejo pese a querer evitarlo, ciertas contraindicaciones? De hecho, en un determinado momento, el propio John se lamenta por la poca consistencia de las actuaciones de un asesino en serie que se ha aposentado en su pueblo.
John se muestra esquivo con su naturaleza, y aunque de advertir ciertas señales pasamos a observar como dialoga indistintamente sobre asesinos en serie o incluso lanza comentarios irónicos sobre el dictamen del director de su escuela acerca de su afición por la muerte y violencia, incluso sabe como reaccionar ante las peores situaciones posibles —ese fabuloso momento del baile—. Siendo tan férreo el devenir de John, pocas circunstancias parecen pues anteponerse entre su senda y el que parece marcarle un instinto que va más allá del puro merodeo, de la búsqueda malsana pero, al fin y al cabo, curiosa. El reflejo surge en ese momento como un lazo más allá de esas (a priori) rígidas reglas impuestas, y aunque la empatía parece continuar ausente en el rostro de John, se activan sentimientos que van más allá de la simple indiscreción. No hay en la persecución del protagonista tras descubrir a ese asesino en serie, únicamente curiosidad por avanzar tras sus pasos y seguir explorando una conducta anexionada a la inquietud por la sangre y la muerte, y es ahí donde O’Brien reformula ciertos matices para conducirnos a un tramo final revelador, en el que si bien se reincide en ideas expuestas y entendidas, se llega a una sugerente mixtura capaz de redimensionar la obra del modo más tenaz posible.
Dentro de esa reformulación, el autor de la apreciable Isolation vuelve a mostrar su predilección por un horror ajeno, pasado, pero que en sus manos se muestra con una autoridad y personalidad irrebatibles. Así, y si en la mencionada Isolation optaba por acordes tonales que acompañaran aquella extraña y febril inmersión en una granja, aquí la fotografía dota de una extraña dimensión al film: más allá del grano que nos retrotrae a eras pretéritas, la perspicaz utilización del espacio concilia ese tono inicial —más distendido— con un último acto en el que oscuridad surte como consecuencia de derroteros inevitables. La búsqueda de un clímax destensado, sin apenas elementos que eleven el desasosiego, compone una escena donde interesa más el fondo —anexionado, paradójicamente, al cómo— que el hallazgo de unas constantes dispuestas a ensalzar el ejercicio de género —aunque no deje de tomar decisiones que hacen virar el film más en torno al fantástico, si cabe—. A ello contribuyen en buena parte Christopher Lloyd, a través de un personaje del que comprende las vicisitudes para terminar mostrando ser la guía más de un instinto que de una inclinación —quizá, lo que buscaba John—, y especialmente Max Records, que no entabla sino un consecuente jugueteo —hasta determinado punto, claro está— en lo que no deja de ser otra llegada a una madurez no impuesta y encontrada, por ende, a través de una esencia sin la que sería imposible comprender una de las cintas más estimulantes del año, esta I Am Not a Serial Killer.
Larga vida a la nueva carne.