En los últimos días nos hemos tenido que despedir del denominado Padrino del Gore Herschell Gordon Lewis y cerramos nuestro homenaje con una sesión doble con extra de gore, dedicada por completo al director con la que se considera su primer gran esparcimiento de sesos, Blood Feast (1963) y el cierre de una época dorada, The Gore Gore Girls (1972). Sangre, vísceras y desnudos, a continuación:
Blood Feast (Herschell Gordon Lewis)
Blood Feast está ampliamente considerada como la primera película gore; aunque, ante lo extensa gama de corrientes que pudiera abarcar el subgénero, esto sea algo no enteramente cierto (mucho se podría ahondar en la historia más oscura del cine underground donde ya existían experimentos bajo un tono “grand guignolesco” hacia la violencia), sí que sería injusto no reconocerle a esta película, y por extensión al recientemente fallecido Herschell Gordon Lewis, su innegable relevancia en el cine de terror. Llegaría hasta tal punto su trascendencia para el género que multitud de cineastas posteriores anclaron muchas de las concepciones de sus clásicos en la retorcida forma de ver la violencia en pantalla tan propia del director de Blood Feast.
La historia de la película se resume en un par de líneas, como buena pieza de la Serie B: un vendedor de comida egipcia desata una oleada de asesinatos en la periferia de la ciudad de Miami para resucitar el culto de una vieja diosa egipcia llamada Ishtar. Bajo tal premisa nace el mito de Gordon Lewis; las escenas de violencia concebidas como puntos de impacto donde se exhibe un artificioso sentido del daño físico, como si de una versión hemoglobínica del slapstick se tratase. La muerte es concebida con una perversidad donde el daño moral y el deterioro físico no encuentran límite, ahondando en esa exasperada mutilación de la fisicidad. Tanto en Blood Feast como en los posteriores clásicos del director se aboga por mostrar los semblantes más gráficos de la violencia, donde el impacto hacia el espectador se suaviza bajo un tono naif y desprejuiciado, clave en un sentido del humor que, aún en construcción para este primer largometraje, evolucionaría con creces en el siguiente clásico del director, 2000 maníacos.
Aún reincidiendo en lo arquetípico y lineal de la trama, que parece una excusa de Gordon Lewis para concatenar toda una retahíla de asesinatos con objetivo de mostrar su sentido retorcido de la estética sangrienta (donde los planos cerrados y el luminiscente rojo de la sangre ya serían posteriores marcas de la casa), Blood Feast tiene para sí un halo continúo de perversidad gracias a su estampa de cine de guerrilla, con una puesta en escena underground que añadirán aún más misticismo a una narración ya clásica de los oscuros efluvios de la Serie B de los 60. La obsesión del director por obtener el mayor tono cruento hacia el asesinato, la curiosa teatralidad tanto de su estética como de lo aparatoso de algunas de sus interpretaciones (aquí Gordon Lewis presentaba a su musa, Connie Mason, modelo de Playboy) es algo que impedirá que la película sea tomada totalmente en serio; ahí guardará gran parte de su encanto y relevancia, ya que su mirada cartoonesca hacia una violencia explícita conmutará en mostrar un irónico reverso de la perversión, donde la explosión de sangre se escupirá al espectador en forma de gag con un sentido del humor socarrón y desprejuiciado. A este respecto, sus maneras estéticas originan que el lado más cruento del cine de género de años posteriores se inspirase en estas intenciones, aunque muchos otros cineastas se inculcarían de ello para mostrar en escena el más salvaje instinto humano bajo espectaculares baños de sangre.
Escrito por Dani Rodríguez
The Gore Gore Girls (Herschell Gordon Lewis)
Una mano enguantada se aproxima a una joven que se admira en un espejo de cuerpo entero mientras se mueve despreocupadamente. Fondos rojos contrastan con el guante y la joven cuando te viene a la cabeza el consagrado giallo, pero aquí llega la violencia: golpes y más golpes convierten cristales rotos en una grotesca desfiguración facial que sobrepasa el mal gusto. No os olvidéis que estamos ante una película de Herschell Gordon Lewis, la última de una etapa que le convirtió en mito y padrino de la carne triturada: esto es sólo el inicio de The Gore Gore Girls.
Aunque el concepto de sangre porque sí estaría más que justificado en un film con un título tan gráfico como The Gore Gore Girls, lo cierto es que con el tiempo el director consiguió perfeccionar —si se puede decir así— un estilo en el que el humor y las vísceras iban de la mano del modo más extremista posible. Una periodista ofrece una irresistible cantidad de dinero a un detective privado para que investigue la muerte de una stripper y consiga el nombre del asesino en exclusiva.
A partir de aquí se pierde el sentido crítico de la muerte para convertir los escenarios en una atracción de circo (yo no olvido la divertida música de paletos de feria en 2000 maníacos y Herschell no evita repetir en esta ocasión), donde el detective bien podría ser una versión que ironiza con el mismo Jacques Tati en una nueva aventura de Monsieur Hulot que está de vuelta de todo ante la casquería. Así combina dos escenarios, asesinatos e investigación, que poco a poco se mezclan para ir en una misma dirección, la broma. Convierte en burdas tanto las muertes que van avanzando en sus detalles culinarios, desde el amasamiento de cráneos hasta la leche chocolatada o el extra de pimienta, como la investigación que se olvida de lo riguroso en busca de alguna carcajada. En los intervalos las chicas bailan, se desnudan, usan pelucas y hay tiempo para tirar por tierra cualquier virtud de la lucha feminista. Nadie puede negar que el tiempo está bien empleado y que las deformidades en las que se convertían las bailarinas exóticas traspasan cualquier intento de centrar en una dirección esta historia.
Está claro que Herschell Gordon Lewis sabía lo que hacía, lo que realmente le daba la gana, pero en el fondo como ejecutivo en este negocio del entretenimiento siempre consiguió que se solventara lo que el público pedía sin importar que el resultado fuese rigor cinéfilo, una decisión más que plausible. Su nombre va a sobrevivir a partir de unas películas donde el exceso de sangre en primer plano (sin importar las salpicaduras) te obliga al deleite o a evitar mantener la mirada en la pantalla, exprimiendo el dolor hasta que sólo quedara carne.
El modo en que termina el film es como un augurio de esos treinta años que estuvo sin coger una cámara; prisas y descuidos o una buscada intención de demostrar que sin posibilidad de reafirmarse en la casquería lo contado ya no importa, el caso es que si uno se gana el mote de “padrino del gore” su recuerdo no quedará esparcido por el suelo como una mancha más.
Escrito por Cristina Ejarque