Si algo nos enseñó el optimista y filántropo Tod Browning a lo largo de su carrera cinematográfica, es que el ser humano es excepcional… excepcionalmente terrorífico y terrible. No importa su estatus social, ni su origen, ni su entorno, ni sus capacidades, lo importante es que cada uno cree que tiene unas razones o motivos válidos que le legitiman para mantener ciertas conductas y pensamientos que se mueven entre lo deleznable y lo abominable, según los diferentes grados de crueldad o ambición, sin con ello obviar el sentimiento de empatía que cada uno tiene por los suyos (ese concepto clave para toda persona, bastante aleatorio, pero que le acerca a su manera al reino animal: los suyos). Es un concepto importante, como también nos enseñó Choc Brownie, porque sentirse parte de un grupo revierte en una mayor salud de espíritu, en más fuerza para enfrentarte a los que están fuera de ese círculo de confianza, y en una menor soledad.
Blanka, la cinta dirigida por el japonés Kohki Hasei, narra la historia de una niña mendigo en Manila, Filipinas, y sus esfuerzos por adoptar una madre para ella (tras ver en la televisión a una mujer adoptando a varios niños pobres). Como retrato de la pobreza infantil veraz, no sólo está protagonizada por varios actores menores de edad sino que, a pesar de su juventud, además realizan unas actuaciones bastante serias y creíbles, acompañados por el resto del reparto mayor de edad, en un drama sencillo, por momentos amable y esperanzado, que retrata una realidad muy dura y que, a pesar de todo, confía en el poder del amor o la fuerza del cariño —y del talento, el talento siempre es importante— como escape frente a la maldad (propia, ajena y compartida), el egoísmo o frente a la misma necesidad de subsistir cueste lo que cueste. Una lucha interna en la mente de quien, en muchos casos, aún no es capaz de diferenciar, tal vez, entre lo que es correcto y lo que es menester.
Cuando Blanka (Cydel Gabutero, cuya versión del premonitorio título The Power of Love tiene más de 9 millones de visualizaciones en YouTube) conoce a Peter (Peter Millari), un guitarrista callejero ciego al que da dinero y luego intenta robar, ve ante ella un futuro más interesante, a pesar de lo cual no demasiado a menudo entendemos qué le pasa por la cabeza, más allá de la obsesión por encontrar una madre y formar una familia con ella. No es una versión complaciente de La vida de Lazarillo de Tormes, porque el ciego es entrañable y buena persona, y una monja se preocupa por los huérfanos, pero la dignidad humana ensombrecida por el propio ser humano, sin distinguir por edades (aunque son los adultos los que, si toleran esto, los niños serán los siguientes).
En cierto modo, me resultan intrigantes esta clase de películas que, por un lado, muestran el tipo de soledad que quizá sea más triste por su propia indefensión (la infantil y la vetusta), y por otro exploran el optimismo de esa unión de dos soledades y que, en el fondo, no deja de ser precaria, aunque el metraje no abarque ese fin sino otro más agradable repleto de preguntas sobre el futuro de sus protagonistas. Es como si pretendieran dejar al espectador con la conciencia más tranquila, pero, a la vez, con conciencia (que le han generado durante todos los minutos anteriores).