Es Whit Stillman un director que siempre pasó bastante desapercibido entre las filas de directores independientes que comenzaron a repuntar a comienzos de la década de los 90 en Estados Unidos. Aunque contemporánea al boom que supuso el estreno de Sexo, mentiras y cintas de video, película que fijó la mirada de las productoras en el próximo fenómeno independiente, el primer trabajo de Stillman, Metropolitan, cuyo guion llevaba en el tintero varios años por falta de liquidez para su adaptación, no lo tuvo tan fácil para salir adelante. Las distribuidoras no pensaban que una película cuya acción se desarrolla sobre varias conversaciones entre adolescentes de clase alta, copas de champagne y reuniones de etiqueta, pudiera interesar al público general. Rodando en casas de conocidos y llegando a vender su apartamento para financiarse, Stillman sacó adelante su proyecto y consiguió distribución tras varias distinciones, entre ellas una nominación al Óscar por mejor guión y una participación en Sundance.
Hay pocos directores que no salgan descalabrados de un retrato, distanciado o no, de la alta burguesía más pija y prepotente. Tenemos a Allen y sus disecciones de una intelectualidad de la que siempre participó, que funcionan por su capacidad autocrítica y la acidez de su mirada, pero más peculiar resulta encontrarse con un acercamiento más amable y cercano a este estrato, tan aparentemente lejano a nosotros, el ciudadano medio, en primera instancia. Esto no quiere decir que se trate una exaltación de valores de los protagonistas, ya que no se guarda de señalar sus defectos claramente. No obstante, la historia está basada ligeramente en la vida del director, que socializó largamente con la clase alta neoyorquina, pero prefirió demorar la elaboración del guion hasta poder alcanzar una perspectiva general y madura desde el distanciamiento. Esto último pudiera ser una de las razones de ese anacronismo consciente que ya percibimos en su más reciente Damiselas en apuros y que ya se dejaba entrever en ésta, su opera prima, como un rasgo fundamental en el imaginario del director.
La mínima línea argumental que justifica el desarrollo de los personajes sería: Tom, un universitario de clase media de tendencias comunistas, acaba por casualidad en una fiesta de la alta sociedad neoyorquina con cuyos principios choca frontalmente, para poco a poco darse cuenta del valor subyacente de estas personas bajo la capa superficial que les aporta el haber nacido en una familia pudiente. Está desarrollada entorno a varias conversaciones del grupo, a lo largo de varias noches, separadas por fundidos en negro. En su intento de humanizar en cierto modo a la alta burguesía más repelente, Stillman opta por representar fielmente las inquietudes y temores de sus protagonistas, con la dificultad que conlleva conseguir que el espectador, marciano en el ambiente, consiga, si no empatizar con los personajes, al menos sentir estos miedos como verdaderos. Así, la fachada intelectual y refinada, sus conversaciones sobre Jane Austen y las partidas de bridge por obligación de clase esconden las dudas adolescentes más básicas, amores no correspondidos y necesidad de pertenencia a un grupo.
Los derechazos directos a la constitución de los personajes se suceden uno tras otro. La necesidad de éstos de mantener su estatus culto y elegante los introduce en complicados y rebuscados discursos que rozan el ridículo y evidencian su egocentrismo, hasta el punto de parecer concebidos como monólogos con la única función de escucharse a sí mismos. La personalidad de Tom, que a priori podría funcionar de trasunto del espectador por su procedencia modesta, acaba por deformarse con una moralidad con la que no es consecuente y una tozudez por otra parte coherente en un adolescente. Resulta por otra parte sorprendente que Nick, interpretado notablemente por Chris Eigeman (que volverá a trabajar con el director en sus dos siguientes largometrajes), cuya personalidad parece más detestable en un primer momento por su arrogancia y extravagancia, termine por convertirse en el único coherente con su código moral, con un sentido profundo de la amistad y el respeto. Acaba erigiéndose como uno de los pilares clave de la película, cuya presencia permanece después de su desaparición.
Otra de las características más interesantes de su obra que también pudiera relacionarlo con otros directores independientes y que viene de la mano del carácter atemporal que comentábamos es el comportamiento de sus personajes, en muchos casos alejado de la época en que se encuentran. Esto podría emparentar a sus personajes, con matices, con los outsiders que pueblan la filmografía de Jarmusch, ajenos al mundo contemporáneo y con unas neuras que los constituyen en una nueva bohemia, heredera de la deriva de la juventud francesa que retratara la nueva ola, extraños en el paraíso americano. De todos modos, aunque declarado admirador de Jarmusch, el director sitúa sus referentes en el marco literario, en concreto en la escritura de Fitzgerald y sus retratos de las preocupaciones de alta sociedad de los años 30.
Su sugerente y optimista final actúa como contraste al estatismo del resto del metraje en que los protagonistas aceptan la decadencia de una clase social con los días contados, justificando su falta de coraje con el “malditismo” que los rodea. El romántico viaje en que se embarcan negará todas estas convicciones iniciales, adentrándoles en el verdadero significado de conceptos como la amistad y la confianza en uno mismo.