Es difícil catalogar a un director tan sinuoso e imprevisible como Stephen Frears, cuya valía suele depender más de los textos sobre los que trabaja (siempre ajenos, si no yerro) que de su propia labor tras las cámaras, marcada fundamentalmente por la profesionalidad, la eficacia y el buen gusto narrativo. Si existe una voz propia, quizás deba rastrearse en los argumentos por los que se siente atraído (en los que suele imperar la comedia de tintes dramáticos y ciertos jugueteos con el cine social y criminal), más que en una estética tendente a la impersonalidad. En Detective sin licencia, su muy curioso y atractivo debut, pesa igualmente más el “qué” (un irónico homenaje al cine negro americano que se diría el antecedente británico de cúspides de la amargura neo-noir como Chinatown o Un largo adiós) que el “cómo”, que aparece determinado por una artesanía narrativa no por modesta menos lograda y pertinente. Si Frears, en obra tan temprana, logra contar con astucia y cierta elegancia una trama intrincada como manda la tradición, no es menos cierto que el poderío que desprende la película viene más marcado por el ingenio del guionista Neville Smith que por la puesta en escena de Frears. Smith es capaz de aludir a las claves fundamentales del género desde una perspectiva original y juguetona, logrando trascender la mera copia (algo de lo que era incapaz la por otra parte notable Adiós, muñeca de Dick Richards, embalsamada en su propio amor al género) para perfilar un retrato profundamente desencantado, y a la vez lleno de cinismo y presentado desde una saludable distancia irónica, sobre el engaño, la corrupción y la familia.
Smith utiliza para ello una premisa jugosa: inmiscuir a un pobre diablo fascinado por el universo de Dashiell Hammett (brillante Albert Finney) en una intriga criminal –cuyas ramificaciones conducen directamente al tráfico de armas en África– que lo va superando paulatinamente, y de la que irá escapando como buenamente puede a base de inteligencia y talante de auténtico detective. Los tópicos del género están ahí: la (falsa) agencia privada dispuesta a resolver enigmas de todo tipo (menos divorcios), el sicario misterioso rondando en segundo plano, la mujer fatal (¿o mujeres?) tentando a nuestro héroe, la desconfianza y el peligro constantes, los acordes genuinamente noir (gran banda sonora de Andrew Lloyd Webber)… A diferencia de El hombre que no sabía nada, que prácticamente calca su argumento para parodiar esta serie de lugares comunes ya mencionados, Frears prefiere confiar todo a un tono que equilibra (y era dificilísimo) el mero guiño cinéfilo con el rigor de una trama detectivesca desplegada con la habilidad suficiente como para que el interés del espectador no decaiga ni su seguimiento se vea ofuscado por una confusión narrativa que nunca es tal (no estamos ante un sucedáneo de El sueño eterno). Pero, sin duda, el motor real de la película, como ocurre a menudo dentro del género, viene dado por su enorme agilidad verbal. Los diálogos se suceden a un ritmo vertiginoso, entrecruzando réplicas ingeniosas y cortantes que van vertebrando la trama y definiendo el carácter de los personajes, especialmente del protagonista, que aprende a asimilar la descomposición de su entorno (social y afectivo) al tiempo que descubre que su Sam Spade particular sabe desenvolverse razonablemente bien en los límites de una realidad más decepcionante de lo que sugieren las novelas que han alimentado su fantasía.
Aunque la opción de Smith y Frears de colocar a los personajes en una situación comprensible únicamente en el contexto de una ficción noir clásica y no tanto en el del Liverpool proletario, setentero y gris que sirve de escenario a la película pueda generar cierta desorientación (el tono, si bien acertado, exige hacer ciertas concesiones para salvaguardar la credibilidad de lo narrado, especialmente en lo referido al comportamiento quizás excesivamente relajado y confiado del personaje de Finney), lo cierto es que se excusa sabiamente tanto en la excentricidad del protagonista, embebido de novelas negras e inalcanzables sueños de gloria, como en el regusto crítico que va sedimentando conforme avanza la trama, filtrado por las grietas de un humor sombrío y cómplice con la filosofía del noir, gracias al cual Detective sin licencia acaba erigiéndose en una de las piezas claves del nuevo cine negro que empezó a fraguarse en la primera mitad de la década de los setenta. Muy recomendable.