El Principito, ese primer cuento que ejerce de motor del pensamiento en la infancia, vuelve a ser adaptado a la gran pantalla. Esta vez es Mark Osborne, director de Kung Fu Panda (Mark Osborne, John Setevenson, EEUU, 2008), quien nos trae un principito en 3D, animado en stop-motion y con una estética fiel a la obra original de Antoine de Saint-Exupéry. El libro, imprescindible por las ideas agudas que se desprenden de él, es una obra que ha de ser leída al menos en dos ocasiones en la vida. La primera de ellas, en ese momento de la infancia en el que tanto las inquietudes como la capacidad de abstracción del niño comienzan a surgir en él. La segunda de ellas, es oportuno que sea realizada en aquel periodo de la madurez en el que, o bien tienes tu primer hijo, o bien comienzas a tratar con niños desde la óptica del adulto. Mientras el primer acercamiento a la historia sirve como alimento fundamental para el desarrollo tanto imaginativo como crítico del niño; la segunda aproximación cumplirá el objetivo de refrescar los valores de la ficción y la ilusión que tan mermados resultan en la edad adulta consecuencia de la hegemonía de lo real.
Sobre este juego entre realidad e imaginación trata la nueva película de Osborne. El director de Nueva Jersey no nos cuenta de manera aislada la historia que conocemos de El Principito, sino que inserta la ya mítica historia en una narración mucho más amplia y que versa sobre ese carácter ventajoso de la primera de las dos lecturas recomendadas arriba, así como de la necesidad imperiosa de la segunda de ellas. En esta nueva adaptación, Osborne sitúa al espectador ante una niña totalmente analítica que no ha desarrollado su capacidad de viajar a otros mundos por el empeño de su madre en crear un proyecto de vida basado en el trabajo constante encasillado en un horario inamovible. Es un golpe de suerte el que cambiará el destino de la niña: una hélice de avioneta que atraviesa las paredes de su casa la llevarán a conocer a un aviador (parece ser que es el mismo Antoine de Saint-Exupéry) que hará descubrir a la joven la historia de El Principito directamente del manuscrito redactado por el propio anciano. A partir de ahí la pugna entre educación férrea y libertad de la imaginación serán el cauce por el que nos lleve Osborne a lo largo del film.
El exceso de racionalidad, cientificismo y competitividad como pecados del hombre moderno serán criticados con fuerza en el transcurso de la película. El contraste, en este caso producido desde la propia imagen, que hay entre la arquitectura uniforme y gris propia de las grandes ciudades de hoy con las formas diversas y atractivas que el manuscrito del aviador le producen ya son una muestra de censura de lo real como algo aburrido. Pero es en expresiones de la madre hacia su hija como «un día serás una adulta estupenda» o «este horario es tu plan de vida» donde la denuncia contra los métodos de educación modernos basados en la individualidad, la rivalidad y el sacrificio de la infancia se hace más evidente. A partir de esta escisión maniquea entre imaginación de la infancia/bien y racionalidad del adulto/mal en la que nos sitúa Osborne, el resto del film se centrará en estimular mediante sus poderosas imágenes la inocencia e ilusión que la educación moderna (representada por la madre) se empeñan en asfixiar en nuestra sociedad.
El Principito, por lo tanto, vuelve en esta ocasión sobre la obra original para erigirla como el símbolo más notable de la importancia de la fantasía en la infancia. Así, tomándolo con mimo y cuidado, Osborne utiliza el cuento inmortal para introducirlo en una historia plenamente actual y que representa un mundo desencantado por la mano adulta. Reconocida como mejor film de animación en los Premios César y presentada fuera de concurso en la sección oficial de Cannes en 2015, El Principito que nos ofrece el director norteamericano resulta más que oportuna en los tiempos que corren. Dirigida tanto para el público infantil como para los adultos nostálgicos de las imágenes del original, El Principito será enaltecido tanto por el placer visual que producen sus imágenes como por la capacidad que posee de despertar esas zonas cerebrales que hoy parecían dormidas.